Estaban de
espaldas a la pared. Eran dos varones y una niña, ninguno parecía tener más de
diez años. La pared blanca -un muro bajo emplazado al oeste del cruce-
reverberaba bajo el sol calcinante del mediodía. A poco más de un kilómetro la
polvorienta carretera se bifurcaba en torno a la plaza del pueblo. Lo
niños, de extrema flacura, permanecían
inmóviles y en silencio como pálidas lagartijas al sol. Estaban descalzos. La
niña, cubierta por los andrajos de un vestido blanco, fue la primera en
moverse. Con lentos pasos se dirigió a la carretera. Un instante después los
niños la siguieron. La silenciosa procesión comenzó a avanzar hacia el pueblo.
En la plaza, bajo la exigua sombra de las acacias,
Cristo, el vagabundo de Las Heras, se disponía a dar cuenta de su almuerzo.
Hurgaba distraído en la bolsa cuando se detuvo, giró el rostro aterrado hacia
la carretera y estalló en llanto. Frente a la plaza, en el parque amurallado,
Buky, el pacífico labrador de los Acosta, comenzó aullar con los pelos
erizados. Todos los perros del pueblo se
le sumaron. El clamor no atenuó el estruendo del vitral de Santa Ana, que se precipitó
con engañosa lentitud hacia la nave principal de la iglesia convirtiendo al
padre Bruno en un amasijo de cristales, sangre y plomo retorcido.
Los niños seguían avanzando. El primer incendio
estalló en el depósito del palacio municipal. El gemido de la sirena perforó el
aire caliente del mediodía. Pero enmudeció repentinamente cuando la vieja y
remozada autobomba colisionó contra el transporte escolar. El combustible
derramado en la avenida deflagró al instante. El pánico se expandió más rápido
que las llamas. Entonces, todo el pueblo fue un alarido.
A quinientos metros de ese epicentro de terror,
el estrecho callejón de los tilos, era quizá el único lugar en sombras de Las
Heras. La recia puerta de “Los Tres Querubines” crujió con un gemido de goznes
herrumbrados. El bar, clausurado desde hacía décadas, reabría sus fauces
celebrando el regreso. Nadie los vio entrar.
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