lunes, 16 de junio de 2014

Nudos

Margarita no era gorda, lo era, en todo caso,  según los tiránicos parámetros de una moda que tenía que ver con la industria más que con la belleza femenina. Antes que la austera reticencia de Modigliani, era la exaltación  exuberante de Rubens la que informaba su encarnadura adolescente. A los diecisiete años, la plenitud de su cuerpo, la alejaba de sus compañeros de estudio. Salvo cuando alguno de ellos necesitaba de su auxilio. Era una excelente alumna. Pero estaba sola.
Carlos Gonzáles solía visitarla. Él la quería, pero con esa clase de afecto que inspiran las personas buenas, siempre dispuestas a dar una mano a quien lo necesitara. Y Carlos Gonzáles lo necesitaba. Sus dificultades con las matemáticas eran serias. Margarita, en cambio, lo amaba. Lo amaba en secreto, con un silencio resignado. Él era el galán más popular del turno tarde.
Dos, incluso hasta tres veces por semana, Margarita oía detenerse la moto de Carlos en la entrada de su casa y se esforzaba por controlar la agitación que vulneraba su vientre. Desde hacía un año vivía sola. Al morir, su abuelo Clemente, le había legado la casa y una pequeña renta que le permitía a Margarita vivir con austeridad pero sin sobresaltos.
Carlos entraba sonriente, oliendo a sol, y le estampaba un sonoro beso en la mejilla. Margarita lo ahorraba. Retenía esa caricia casi indiferente que, sin embargo,  por la noche habría de entibiar su almohada. El abría su mochila y arrojaba sobre la mesa el cuaderno de tapas azules “¡salvame Margaaa… no entiendo nada!”. Y Margarita lo salvaba. Dos, tres horas después, él montaba su motocicleta con una idea no del todo clara sobre la regla de Rufini y la mente ya enfocada en la cervecería donde tal vez Alejandra, o quizá Claudia. O, seguramente Pato.
Margarita no volvía a entrar enseguida, se demoraba  en el jardín, como si la reinstalada soledad fuese menos gravosa al aire libre. Cuando por fin trasponía la puerta, se entregaba por un rato a su pasatiempo preferido: los nudos.
Margarita sabía de nudos.
Su abuelo había sido pescador primero y patrón de pesca hasta sus últimos días. Y le había enseñado con orgullo profesional los secretos de ese arte. Sonreía satisfecho cuando ordenaba “ballestrinque” y su nieta enlazaba con eficiencia y seguridad la cuerda de esparto. Margarita había convertido ese juego en un hábito inamovible. Sospechaba vagamente que esa tenacidad le era dictada por un afán oculto de amarrar las cosas, sujetarlas para que no se alejaran como lo habían hecho primero sus padres, el día del accidente y ahora su abuelo reclamado por ese otro mar insondable y definitivo.

Carlos volvió tres días después. Eran las seis de una tarde  que iba a resolverse en lluvia.  Los estertores de su motocicleta rompieron el silencio del  suburbio.
Margarita salió a recibirlo. Juntos llevaron la motocicleta  hasta el cobertizo trasero. Apenas la habían puesto a resguardo cuando las primeras gotas iniciaron su código Morse sobre las hojas de la higuera. Corrieron por las lajas del parque y entraron a la casa cuando estallaba el primer trueno. Entonces, Carlos vio los nudos.
Sobre la mesa de la sala, las cuerdas enlazadas componían su mensaje en una escritura  que Carlos de inmediato trato de descifrar. “¿Y esto?”
-Nudos
Margarita rodeó la mesa  y enumeró sin orden.
-Este es un Lasca, este un franciscano; un Hunter… Este mi preferido: ballestrinque. Este otro es un nudo de bandolero.
Carlos miraba sorprendido y risueño
-¿Y este?
-As de guía doble. Vení, sentate – Margarita señaló un pesado sillón de madera. Carlos obedeció de inmediato. Se divertía. Ella tomó la primera cuerda
-Dame la mano. “As de guía español”- anunció al tiempo que le enlazaba la muñeca  con la resistente cuerda de algodón.
Treinta segundos después, Carlos, completamente inmovilizado, seguía sonriendo.
Entonces, frente a él, Margarita, comenzó a desnudarse.
Con morosidad pero sin afectación, desprendió su ropa y dejó que las prendas se deslizaran por la rosada y pálida suavidad de su piel, revelando la pletórica firmeza de sus pechos, la redondez virginal de su vientre y sus caderas, la portentosa tersura de sus muslos. Desnuda, avanzó sobre las prendas caídas hasta rozar las rodillas de Carlos con las suyas. Él tenía la boca abierta. Pero ya no sonreía. Los dedos de Margarita le rozaron los labios que se cerraron sobre las lentas yemas en un beso hambriento y húmedo. Margarita llevó esa humedad tibia hasta su pubis. Sin apartarse de Carlos, las piernas apenas flexionadas, hundió los dedos entre los labios de su sexo y empezó a acariciarse. A Carlos las cuerdas se le hundieron en la carne. El lazo en la garganta retenía su boca a dos centímetros de los pezones rosados y erectos. Con los ojos anegados imploró mientras las piernas de Margarita cedían hasta dejarla de rodillas, la cabeza hacia atrás, la boca abierta en un agónico gemido.
Momentos después ella recogió su ropa, rodeó el sillón y se encerró en la ducha.
Regresó a los pocos minutos cubierta por un albornoz, se detuvo detrás del respaldo y soltó uno de los nudos. El resto, con las manos todavía temblorosas, lo hizo Carlos. Cuando por fin se liberó se puso de pie y la tomó por los hombros, intentó hablar pero las palabras se agolparon en su boca. Ella asintió en silencio y apartándose dijo
-Ya no llueve, conviene que salgas ahora.

 Esa noche, cuando por fin se durmió, Margarita supo que sus manos habían tensado los cabos de un nudo indescifrable.

Cátedra

Una docente creativa que nunca necesitó siliconas, arma un discurso pletórico de contención, problemática, articulación y metodología, y se sienta a una mesa-escritorio patinada en verde country en la que recibe a tipos como yo. Los tipos como yo traen una carpeta, traen un aire general de decadencia, un touch de hastío acumulado,  suma de signos que ella interpreta inmediatamente como la necesidad que los tipos como yo tienen de confrontar con el discurso de una mina como ella, en el que contención y metodología, articulación y apertura nos llenen de esa alegría esperanzada del beduino que divisa sediento  un oasis en el horizonte. El tipo como yo, que en efecto divisó un posible oasis, más bien por el lado de las dunas, asiente repetidamente, al tiempo que nota que las mencionadas dunas se agitan a impulsos de la pasión discursiva de la susodicha que confunde la renovada atención del energúmeno con un acumulativo interés por la apertura y la contención. Interés que quizás pueda expresarse con las mismas palabras, pero sólo por aquello del imperfecto matrimonio entre significantes y significados. De manera que allí están la muchacha de la contención y las dunas, y el tipo como yo que piensa en operar la apertura allí mismo, sobre el verde country de la mesa, con el solo propósito de desarrollar el recurso metodológico que le permita plantar la palmera en una indudable articulación con el oasis que, para entonces, empieza a redondear su ponencia -justamente-  y hace una pausa para en seguida adoptar un tono casual y anunciar  en un plural que le aligera la culpa “nosotras cobramos cincuenta pesos de arancel de los cuales retenemos veinte para mantenimiento de...” “Me parece bien” asiente el tipo mientras piensa que las mujeres son todas degeneradas 

Empecé hace dos sábados, con una clase abierta. Una clase abierta es una donde los tipos como yo, no cobran.

Plaza

Líberman sumaba. Usaba anteojos de marco negro sobre  una nariz inquisidora. Extremadamente delgado, a los 38 años seguía rehuyendo la luz del sol, las reuniones numerosas, la lasagna, los libros de Soriano. Vestía ropas oscuras, discretas, dos talles más grandes. Al anochecer  flotaba, alto, apenas encorvado, hasta la confitería Plaza, su lugar preferido ese verano. Allí sumaba.
 Elegía, entre las mesas de la vereda, alguna ubicada en el perímetro, cerca del cordón de la calle poco transitada. Rara vez necesitaba ordenar. De hábitos inamovibles, se sentaba mirando hacia los árboles del parque y, momentos después, el mozo depositaba frente a él, el servicio de  te, la copita de anís, el agua mineral. No rehuía el trato con sus conocidos, pero éste, casi nunca excedía el saludo, algún intercambio de formalidades, la cortesía distante. Sumaba, y soportaba a veces, con menos resignación que indiferencia, la efusión distraída de algún recién llegado que, con gestos ampulosos, encontraba en Líberman una ocasión de dar a conocer su arribo al resto de los circunstantes. -entre los que, por cierto, no faltaban las muchachas-. Liberman se dejaba entonces  palmear mientras el advenedizo miraba en torno  con evidente afán estratégico, hasta que, efectuado el relevamiento, se alejaba murmurando una disculpa.
 Primero un sorbo de agua, luego la copita y, por último, el té verde deslizándose lento sobre el sedimento edulcorado del anís. Entonces comenzaba la suma.    
  Dejaba que las cifras lo tomaran. A veces desechaba una  garganta tersa  que hubiese enriquecido su adición, de haber podido sustraerla al matiz histérico con que en ese momento palpitaba. En la mesa vecina, la muchacha, ponía fin a su carcajada, ajena a la secreta decepción de Líberman.
  Las cifras se multiplicaban. La confitería Plaza era pródiga en gestos y texturas, en  siluetas de belleza armónica, en sosegados perfiles, en labios de sensualidad renacentista, en ojos de fulgor ávido o desolado, rasgos, tiernos o heroicos, entrevistos, evaluados, generalmente rechazados por el involuntario rigor selectivo de Líberman que, encendía un cigarrillo y vislumbraba, entre las volutas de humo azul, la línea virginal de un seno pujando la seda pálida. Nunca la muchacha entera; nunca el registro deliberado y completo de una mujer.  Dejaba, simplemente, que estas aportaran datos como escorzos de una tela inconclusa. Una tela en la que Líberman sumaba, componía y ensamblaba, con precisión minuciosa, las cifras parciales de un anhelo profundo del que no tenía conciencia.
 Pocos datos  de la  cambiante profusión, lograban atravesar el fino entramado de ese tamiz. Cuando esto ocurría, cuando la perfecta curva de un hombro desnudo o el marfil de unas manos vulneraban su riguroso sistema de preferencias, Líberman se angustiaba. Dejaba sobre la mesa una propina generosa y se alejaba hacia la esquina más distante, hasta que la oscuridad lo envolvía. Entonces, invisible, cruzaba la calle y se internaba en las sombras del parque. El olmo centenario, rodeado de setos y canteros, se alzaba frente a la confitería. Desde allí Líberman acechaba, la vista fija, congelada sobre la portadora de esa nueva cifra irrevocable.
 Y esperaba. No sabemos si tenaz o por completo ajeno al transcurso del tiempo, hasta que la muchacha, por fin  abandonaba el lugar y se alejaba, sola o acompañada, ignorando en todo caso, que una sombra sigilosa registraba su itinerario.

   Los hallazgos comenzaron a mediados de marzo. Las ablaciones eran límpidas, de prolijidad quirúrgica. Ninguna mutilación se repetía, ninguna obsesión manifiesta por un sector determinado del cuerpo femenino, revelaba el patrón del espanto. Líberman cometió un solo error. En la confitería frente al parque, único punto común entre las víctimas, el mozo recordó la ausencia repentina y definitiva de ese hombre solitario y generoso.
  En un caserón decadente de avenida Montes de Oca, dimos con su madre, anciana, casi ciega. Se prodigó en lágrimas y pormenores que en nada contribuyeron a determinar el paradero de su hijo. Sabemos que se ausentó pretextando un viaje turístico al sur del país. Sabemos que cerró su cuenta bancaria luego de retirar una suma abultada. Que porta en su equipaje el instrumental médico de su padre muerto.
  Y  algo más, algo que nos desvela y nos planta frente a nuestra propia impotencia. Lo supimos Ferreira y yo, mientras oficiábamos la guardia. Habíamos agotado las hipótesis. Distraíamos ese tiempo quieto de la madrugada, completando morosamente los últimos tramos de un puzzle repetido; Ferreira notó que faltaban algunas piezas. -Está incompleto -dijo.
 Antes que terminara la frase, ambos comprendimos.



  Líberman es alto, pálido, delgado; la levedad de su miopía podría permitirle prescindir de los anteojos; sabemos que prefiere el té verde; que se conduce con urbana discreción; que paga generosamente. Que, casi sin proponérselo, elige y suma, en un lugar insospechado, las piezas que aún le faltan para completar la pesadilla.

viernes, 13 de junio de 2014

El monje

Me dicen “El monje”. Firmé así, alguna cosa que publiqué cuando escribía. Fue durante un invierno: Al salir de la ducha me crucé con el espejo y vi, reflejado en el cristal empañado, una especie de fraile franciscano, el rostro barbado enmarcado por una capucha oscura. Ese día escribí un cuento breve, “El maestro”. Creo que desde entonces fui El monje. Tal vez, ya lo era. Tal vez, ese día, todo lo que hice fue aceptarlo.
Supe, para entonces, que había ritualizado algunas conductas y consagrado un destino.
Los tipos como yo, que descreen de la religión, saben que la religión acecha, que basta un descuido  para caer en esa apostasía inversa. Uno construye los dioses (que acaban condenándolo al infierno). La alternativa es vivir en la herejía, ser un pagano en el propio templo. Y rezar… Si por rezar se entiende sentir los más vívidos anhelos contra toda esperanza de satisfacerlos.
El monje.                                                

Fácil adjudicar el mote a una indumentaria casual. Fatal comprender que no basta mudar de ropaje, que no importa que, tejanos y camisa, uno le dé la espalda a altar. Por la noche, en ese tránsito cada vez más doloroso hacia el sueño, uno descubre que el altar es uno mismo. Y que la deidad, no tiene la piedad de abandonarnos.

miércoles, 11 de junio de 2014

La cama

Estoy preparado. Me desprendo un poco la camisa para que veas el voltaje y enseguida comienzo una historia tangencial, llena de silencios donde ocurren cosas. Si todo sale bien, quizá hasta comprometa tus  propias glándulas en el asunto. Un poco de paciencia que ya llega esa cama alta y estrecha, muy blanca en la habitación de servicio. Ella está desnuda dentro de una camiseta de algodón un poco deshilachada, sobre todo en el borde que muestra el nacimiento de sus muslos, fuertes y morenos.

Simula dormir, tiene la boca entreabierta y húmeda. Pero no nos apuremos. Todavía tengo que ensayar alguna vacilación, un módico gesto que delate mi estadía en el infierno. Además, así como está, de espaldas, el pelo ocultándole parte de la cara, un brazo debajo de la almohada, una mano en el vientre ¿qué puedo decirte?.

Ya va a moverse, entonces sus pechos van a presionar la burda tela y te aseguro que vas a angustiarte, vas a pensar en tu mujer que está mirando la telenovela y a mentirte que si no fuera por los chicos. Pero todavía no. Todavía ella “duerme” de espaldas en la habitación de servicio, mientras  Alejandro, el hijo de los Acosta, se contorsiona entre decibeles y luces psicodélicas. Yo ya estoy listo para el primer silencio. Son las tres de la madrugada y ni una sirena, ni soñar con un tiroteo a pocas cuadras.

Alejandro busca la salida con el último whisky adulterándole la boca. Lo empuja un sintetizador adocenado, pero antes de salir del local, Clapton lo demora en la puerta. Finalmente gana la calle y no se tantea los bolsillos en busca de sus documentos. No esperes que te diga más sobre la fecha. Es verano. Es sábado.

La madre de Alejandro tardó en quedarse dormida. El Mogadán es lento. Ella tomó dos pero tuvo tiempo de aplicarse crema con colágeno y de leer un capítulo casi completo de Annie Bessant.
Antes de apagar la luz -segura de que su marido dormía- tragó una pastilla celeste, con muy poca agua, porque el líquido también engorda. Cerró los ojos y en medio de una discusión esotérica, se quedó dormida. Su marido no se movió pero no pudo reprimir un suspiro.
En la habitación de servicio ella se humedece el labio superior con una lengua rosa. Alejandro acelera por Constitución y vos estás pensando que planea una incursión a la cama estrecha y alta; claro que eso no te convierte en un genio. Después de todo, vos mismo una vez. Pero ojo, no te distraigas. Acosta padre se está deslizando fuera de la cama y antes de salir del dormitorio va a volverse a mirar a su mujer, ese bulto voluminoso que resuella en la penumbra, un buque anclado por poderosas píldoras. Alejandro gira a la izquierda y yo me resisto a un burdo juego de palabras. Así que mejor  una escalera alfombrada, y ya en planta baja, Acosta padre vacila entre la cocina fácilmente justificable y el pasillo que conduce a la habitación prohibida.
Arriba, en la bodega del buque, la pastilla celeste pierde su maquillaje y muestra su sonrisa anfetamínica. El buque se inclina a estribor peligrosamente. Acosta se decide por el pasillo, pero se dirige a la cocina. Tiene la boca seca.

Alejandro apaga el motor y el auto se desliza por la pendiente. El envión alcanza para atravesar el portón que Alejandro dejó abierto. El auto se detiene sin ruido sobre las lajas del parque. Alejandro enciende un cigarrillo sin bajarse. Acosta padre bebe otro vaso de agua sin encender la luz. Rememora y se deja invadir por un sentido de justicia que se le instala en el vientre y lo habilita, como en el pasado cercano, para ejercer el derecho de pernada. El buque queda escorado sobre la derecha sin despertarse y ella, sin sacar el brazo de abajo de la almohada, por fin se mueve : con un gemido voluptuoso el cuerpo moreno gira y la tela gastada se tensa por una plenitud que te encabrita el edipo y te hace pensar en el asesinato mientras tu mujer, ajena al peligro, sigue frente al televisor.

 Mientras tanto trato de pasar algún aviso.
¿Ves estas marcas?.
Alejandro baja del auto.
Electricidad, sabés?.
Acosta se sorprende arreglándose el pijama.
Me ataron un cable en el tobillo.
A bordo del buque hay un motín.

Me sacaron los zapatos.
La pastilla intrusa está amotinando a la tripulación. Alejandro entra por la puerta del lavadero que da al fondo. El padre abandona la cocina.
Me metieron una esponja entre los dientes.

 Ya pensaste un final. Hace siete años Alejandro tenía doce y el buque ya tomaba pastillas. Al padre todavía no lo habían ascendido a coronel y yo nunca me olvidaba los documentos cuando la acompañaba a ella hasta esa casa. Salvo una vez.

Ahora veamos quién llega primero, padre o hijo. No importa . Ella lo va a dejar hacer. Va a fingir de un modo notorio que duerme, para que cualquiera crea que esa actitud forzada es un consentimiento.


Recién entonces, cuando la cama gima con un excitado peso adicional, ella va a sacar el brazo que oculta debajo de la almohada. Seguramente su mano va a estar firme, y el revólver amartillado, como tantas veces le repetí.

lunes, 9 de junio de 2014

Banco

Sonó el teléfono. Yo seguí inventando cifras. Luis levantó el tubo:
-Axxon - dijo, y enseguida lanzó una risotada. Seguramente era el cuñado o el primo, o el yerno de su tía Clementina. Es un tipo con mil parientes. Todos llaman.
Fui hasta el cuarto contiguo. Un office con una pequeña cocina, una mesa, cuatro sillas y un armario. Uno de los peones preparaba mate y tostaba pan.
-Buen día José- dije
-Buen día Sr. Burgos, Llegó justo- sonrió y me tendió el mate. Me tumbé en una silla y lo tomé. Odio el mate. José dijo:
-¿Vio el programa anoche? Estuvo el presidente
-¿y?
-Parece que vamos a salir. Hay arreglo con el Fondo
-Cagamos- dije.
A José le gusta hablar de política. Dispara un montón de slogans partidarios. Está lleno de fe; dice que hay que trabajar, que no hay que bajar los brazos. Gana 460 por mes. Es evangelista, 30 años, casado, dos hijos pequeños. Su mujer parece una heladera comercial con anteojos. Cuando me la presentó creí que era su madre. Tienen una casita en las afueras, a medio construir. También tienen un cantero de rosas. Ese día la heladera cortó la mejor y me la dio, "para su mujer". Recordé a Laura. Sabía que estaba embarazada de nuevo. Acepté la rosa. José agradeció mi silencio con un guiño. Guardé la rosa hasta que se pudrió. Soy un tipo sentimental.
José estaba diciendo algo sobre el aumento de la producción
-Lo que pasa es que la gente está muy quieta. Tenemos que poner el hombro entre todos
-Claro- dije. Él se quedó esperando mi estallido, tratando de no sonreír. Cuando me siento magnánimo respondo a sus provocaciones. Me sentía magnánimo
-Claro- repetí; le devolví el mate- Hay que poner el hombro, sí señor. Porque esto de poner el culo no funciona. Lo que el presidente dijo es que vamos a salir por el fondo en bolas y a los gritos. Vos no oíste bien porque tenés un panfleto en cada oreja-. José reía tratando de embocar el agua dentro del mate. Prendí un cigarrillo. Se puso serio.
-¿De veras no cree?
-De veras no creo- respondí también serio.
-Pero este es un país rico
- Ese es el problema: Si perdés una billetera vacía, a lo mejor te la devuelven.- Me arrepentí en el acto. Me gusta dejarle una salida. Ahora iba a tardar como veinte minutos en recuperar la fe. Los evangelistas son así.
Volví a mi escritorio. Luis tecleaba. Es el jefe. No logra ser un idiota completo; aporrea la calculadora y vocifera a los peones del depósito. Se hace llamar Sr. Rondera. Nunca entendí como logra apretar una sola tecla por vez. Utiliza un índice que parece una morcilla, pero menos elegante. Me quiere. Le alcanzo café, le digo que no debería trabajar tanto, que merece ganar el doble. A cambio me cuenta la última  porno que vio. Tiene dos hijos en la escuela industrial y una mujer que todavía no es obesa.
Metí unos cuantos papeles en mi portafolio. Luis estaba hurgándose la dentadura con su famosa morcilla
-Mierda- dijo -Anoche comí cordero y se me metió un huesito en la muela
-Fantástico
- Me hizo ver las estrellas
-¿Llamó alguien?- Yo anotaba cosas muy concentrado. No paro de trabajar.
-No, nadie. Le pedí a Graciela las pinzas de depilar y me lo saqué; pero me parece que quedó algo
-Consultá con el ginecólogo
-je
 Lo dejé con su sonrisa y salí. Hacía frío, pero igual debía romper el levanta-vidrio del VW. Conduje despacio por Av. Colón hasta la costa. Eran las diez. El mar estaba planchado y azul; no había pájaros. Me detuve en un semáforo y abrí la ventanilla. Apoyé el codo sobre el vidrio y forcé la manivela hasta que, con un crujido, comenzó a girar en falso. Seguí por la costa hasta el puerto y estacioné frente al Michelángelo. Compré el diario, entré. Ana no estaba. Me senté de espaldas a la puerta y ordené café y cognac. El lugar estaba concurrido. Patrones de pesca, comerciantes, algunas empleadas de las que entran y salen con mensajes y bamboleo. Lindo lugar si a uno le gustan las divisiones intermedias. Ningún extremo a la vista. Ni los que cortan el bacalao ni los que salen a capturarlo con las manos partidas y la línea de flotación a la altura  de las rodillas. Solamente tipos que la ven pasar, supervisores. Yo.
Ana no vino. Pagué y salí.
En Cabo Corrientes me detuve a visitar a un cliente. Todo bien "pero necesito un poco más de financiación". Al rato seguí despacio por la costa, dejando que pasaran los minutos, evitando pensar en el día siguiente, meditando en la contradicción que implica evitar pensar en algo. Tengo cierta habilidad para esas idioteces. Puedo dedicar una noche entera a no pensar en Ana, y a la mañana, descubrir que produje una omisión tan nítida que si le paso el dedo por borde dibujo su cara en negativo.
Llegué al banco a las doce. Le pedí un resumen al tesorero. Tenía trabajo. Me odia pero debe disimularlo. Sella unas boletas como si estuviera golpeándome el cráneo. Y sonríe. Mañana se va a alegrar, van a golpearme el cráneo con algo más apropiado que un sello. No me importa; para ganar dinero -mi abuela no se cansaba de repetirlo- hay que usar la cabeza.

Liebfraumilch. Estoy en la frontera con el martes y me propongo atravesarla dormido. Comí con alguna ceremonia. Pollo frito, puré de manzanas, budín y café. Liebfraumilch, antes, durante y después. O duermo o canto la Traviatta el resto de la noche; con el riesgo de quedar planchado a la mañana y que todo se vaya al demonio. Porque andá a explicarle a Bonifatti, con sus zapatos enormes, brillantes como ataúdes, que todo estaba perfectamente planeado: Él invisible, el VW en la playa de estacionamiento "había lugar para estacionar más cerca del banco pero se estropeó la ventanilla. No podía cerrarla así que etc.". Pero resulta que Liebfraumilch. El primer medio litro parece inofensivo, pero la segunda botella nos costó 260 mil dólares. Así que Bonifatti disculpame. En cuanto se me ocurra otra idea, te llamo. Mejor dormir, para tener la cabeza despejada. Y que me la rompan.
No soñé, me desperté a las siete, me duché, me vestí, tomé tres tazas de café y salí. Había llovido durante la noche.
Entré a la oficina. Saludé a Luis con un bostezo. Tecleaba. Dijo
-Llamó Santander, que Berstein nos liquida antes del martes. Van a entrar a caerle notas de débito
-Estuve ayer. Me pidió más plazo
-Está loco
-Claro- dije - Un café y lo voy a ver
-Tratá de volver para las diez. Hay banco
-Mierda, sí- dije mientras me alejaba. Preparé café, le alcancé una taza  y enseguida salí para lo de Santander.
El tipo no estaba. Le dejé una nota y fui hasta el autoservicio anexo a comprar alimentos. Algunas latas, frutas, un par de botellas. A mí que me revisen; soy un tipo doméstico.
Volví a la oficina a las diez y quince. En mi escritorio me esperaban un par de sobres grandes de papel Manila
-Doscientos veintiséis- dijo Luis sin levantar la vista- Y un cheque de Comarsa de treinta y dos. De paso pedí un corte de hoja y fotocopiala
-Va a llamar Santander. Decile que a las doce lo vuelvo a visitar
Salí tranquilo. Una línea de Borges habla de imponerse un futuro tan irrevocable como el pasado. Un bicho el tipo.
La gorda de la playa de estacionamiento me tendió un ticket amarillo. Constaba la hora de entrada y el número de patente del VW. Lo guardé y salí llevando los sobres.
Traté de no mirar a mi alrededor. Vi a un grupo de chicos dirigido por  maestras de celeste. Delante de mí una mujer enorme rengueaba ligeramente; llevaba una bolsa de supermercado. Cerca de la esquina había un agente de tránsito -un estudiante de los que contratan en el verano-, algunos jubilados rumbo a  plaza San Martín y unas pocas personas en la parada del 51. Fijé la vista en la vereda amarilla y apreté el paso rebasando a la enorme mujer de la bolsa. Estaba un paso delante de ella cuando sentí el golpe, sorprendente, nítido. "Y débil" comenzaba a pensar mientras intentaba echar a correr. Entonces alguien le prendió fuego a mi coxis. La llamarada subió como un rayo por la columna vertebral haciendo estallar un tambor de nitroglicerina en mi nuca. Me gustó. Mientras caía a un lago amarillo, sentí que me arrebataban los sobres. Alcancé a ver un par de ataúdes que se alejaban hasta perderse en la oscuridad. Eran enormes y brillantes.    


Tres días en la clínica. Quince de reposo y quince más de licencia hasta mis vacaciones. Me visitó un  directivo de Axxon -un yanky con cara de yo no fui-. Luis me entregó un sobre, once mil dólares en concepto de seguro más un plus por desempeño laboral. José y la heladera estuvieron toda una tarde. Ella preparó un caldo milagroso. Cuando creyó que realmente me enojaba, José, los ojos nublados, aceptó el sobre con el seguro de Axxon. Bonifatti fue puntual. Ana no vino.

Mate

 Antes de irse a Córdoba con sus viejos, Oscar me dio la llave, Un duplicado para que yo pudiera usar la casa “con discreción” dijo.
Como Marcela estudia en el Sagrado Corazón, inventó un retiro espiritual y nos instalamos. Mejor dicho, ella se instaló. Yo vivo con mis tíos medio de prestado así que no pude zafar. Pero arreglé con el preceptor y no me pasó las faltas. Un par de noches me salvó Gustavo: Llamó por teléfono y avisó a mi tía que estábamos preparando un trabajo en equipo, que me quedaba en su casa. Otras dos noches me escapé por la ventana. La dejé abierta para poder volver antes de la seis.  Así que estuve todo el tiempo con ella. Sólo anoche no pude.
Di vueltas sin poder dormir. Me sentí muy imbécil. El caso es que cuando sonó el despertador yo ya estaba vestido; dije que tenía pre-hora y salí casi corriendo. No estoy enamorado; pero ella tiene un olor como a bebé recién bañado. Cuando estamos agotados nos abrazamos muy fuerte y nos dormimos enseguida. El caso es que corrí. No sé si por suerte o por desgracia.
  Me llamó la atención, que la puerta estuviera con llave. Entrar y salir es un riesgo, así que el convenio era dejarla abierta. El caso es que voy a tocar el timbre cuando oigo ruido en la cerradura. La puerta se abre. Ni bien doy un paso me empujan contra la pared, la puerta se cierra de golpe. El tipo tiene un revolver. -Tranquilo- dice, pero como no veo a Marcela me le voy encima, ciego. Es gordo pero se mueve rápido; Me pega con el fierro en la cara, empiezo a sangrar. Entonces oigo golpes y la voz de ella. La tiene encerrada en el baño. El tipo me lleva a empujones a la cocina. Yo estoy un poco aturdido, medio me desmorono en una silla. El tipo va hasta el baño y abre. Marcela corre hasta mí y me sostiene la cabeza contra su pecho. La remera se le mancha con sangre. Le digo que no es nada; no me hace caso. Va hasta la canilla, moja el borde de la remera y me limpia la cara. El tipo está parado contra la mesada, divertido. No habla.
. Durante un rato Marcela me acaricia el pelo, ella tiembla. Cuando deja de temblar, se arrodilla a mi lado. Está descalza. Lo único que tiene puesto es la remera y la braga.  El pómulo me duele, pero ya no sangra.
El tipo dice que nos portemos bien, que no va a pasar nada. Lo miro. Viste un traje azul, es realmente gordo; el pelo rojizo y aplastado. Corre una silla con el pie, se sienta y deja el revolver en la mesada cerca de su mano.
-Son novios. ¡Así que son novios!- Lo dice sonriendo. Tiene una boca blanda usa anteojos oscuros
-A ver vos, novio. ¿No me vas a contestar?
-Somos novios- Lo dice ella. Siento que no miente.
-¡Bueno, bueno¡ Hay que festejarlo- El tipo mira en torno -mate- dice -vamos a tomar unos mates mientras pensamos en algo- Saca un encendedor y se lo tiende a Marcela que no se mueve -Vamos- dice -Una buena esposa tiene que cebar mate.
Marcela rodea la silla del tipo y enciende la cocina con el magiclick. Pone la pava, prepara el mate.
  Al gordo no se le ven los ojos pero yo sé que la mira. Tiene los labios húmedos, traga saliva
-¡Muy bien!- dice -hay que ser sociables. No hay nada más lindo que compartir las cosas- suelta una risita y enfrenta a Marcela que tiembla de nuevo- Fijate  que no hierva.
  Cuando Marcela le alcanza el primer mate el tipo lo toma con la mano izquierda. Con la otra pone el revolver sobre sus muslos
-Perfecto- dice -¡Muy bien! Toda una mujercita.
Marcela vuelve a cebar; cuando se lo alcanza el tipo dice
-No, no. Este es para el novio. Tomo el mate, el pómulo me vuelve a sangrar
-Es una casa grande ésta- El tono del gordo es sociable- Después me  van a invitar a conocerla. Más tarde, total tenemos tiempo- Se inclina como si fuera a pararse, no lo hace. Queda acodado sobre sus piernas mirándonos por encima de los anteojos
Seguimos con el mate.
En la tercera vuelta, cuando el tipo se lleva la bombilla a la boca, Marcela descarga un tremendo rodillazo a la base del jarrito. El gordo se para, deja caer el revolver. Quiere gritar. De la boca, muy abierta, le sale un borbollón de sangre y yerba. Intenta arrancarse la bombilla, cae hacia adelante. Yo ya tengo el revolver. Marcela grita. Aprieto el gatillo, no pasa nada. Marcela me empuja, caemos sobre el gordo que se retuerce
-¡Vamos vamos!- Corremos hasta la escalera. Marcela sube. Yo vuelvo a la cocina, le apunto a la rodilla, aprieto el gatillo, está como trabado; el tipo me mira, asintiendo, la cara azul. Se  arranca la bombilla, sangra a chorros y tose en el piso. Se quiere incorporar pero  patina en el charco. De nuevo aprieto y no pasa nada. Dejo el revolver de mierda en la mesada. Vuelvo   a buscar a Marcela que baja abrochándose los vaqueros, las zapatillas en la mano. Le doy mi pullover. Cuando salíamos, oímos que una silla se desplazaba y caía.

  Hace frío. En la playa no hay nadie salvo un par de viejos, uno parece que está llorando, el otro ni lo mira. Cerca de los médanos encontramos restos de una fogata, trapos manchados, una jeringa descartable.
-Se dieron - digo por decir algo. Tengo la cara hinchada, a Marcela le duele la rodilla, putea mirando el mar que parece de plomo
-Tengo hambre- dice. Hurga en el bolsillo, saca un billete de cinco y algunas monedas
-Vamos - le digo - tengo veinte pesos.

    Al final de la rambla hay un barcito. Una mierda con marquesina de aluminio y paños de nylon que ondulan. El tipo nos mira con cara de prócer. No hay nadie; igual tarda en atendernos. Sale despacio de atrás de la barra. Antes de llegar acomoda unas sillas. Por fin se para alto al lado de nuestra mesa
-Buenos días. ¿Señores?
Marcela tiene los ojos amarillos fijos en los míos. Ordena sin dejar de mirarme
-Un café, grande, en vaso; Una hamburguesa, papas fritas, una tónica.
-¿Fría?
-La tónica sí
-Sí...La tónica- dice el tipo y se va rápido.
Yo sigo mirando los ojos de Marcela
-Me gusta tu boca- digo
-Claro- susurra
El café está bien. Ella apenas come.
  Nos quedamos una hora. Al otro lado del nylon las gaviotas aparecen negras contra el cielo gris.


  El auto azul no está. Hay manchas oscuras en las lajas del parque. Entramos. Más manchas en el recibidor. En el empapelado del pasillo la huella de una mano se prolonga en un trazo que termina en el marco manchado de un cuadro. Marcela lo endereza. En la cocina, además de sangrar, el gordo había orinado. En medio del charco viscoso, los anteojos se ven intactos. Hay sangre en la mesada, la canilla está abierta; junto a la silla volcada los restos de yerba y la bombilla se tiñeron de rojo
-¡Mierda!- Marcela mira el desastre desde el vano. Apoya la espalda contra el marco y alza la vista hacia el techo -Mierda
-Un balde- digo- y trapos- Levanto los anteojos, los enjuago. El revolver está en la pileta bajo el chorro de la canilla. Seco los anteojos, me los pongo. Marcela vuelve del lavadero con cosas de limpieza y un balde amarillo
-Lindos- dice cuando me ve - Sos un hijo de puta
  Desplegamos una toalla grande sobre el charco y nos quedamos mirando. Siento su mano en mi bragueta, me quedo quieto, los dos mirando como la toalla se tiñe despacio. Descorre el cierre y busca mi sexo. Me excito  mucho. La quiero abrazar pero me quedo quieto, uno tiene que estar más loco que ellas. Empieza a acariciarme sin dejar de mirar la toalla. Se desprende el vaquero, mete su mano derecha por la cintura abierta, comienza a acariciarse y a gemir. La agarro con fuerza del pelo, la empujo contra la mesada obligándola a inclinarse sobre la pileta, sobre el puto revolver; sin soltarle el pelo le bajo el vaquero. Trato de penetrarla, no puedo; vuelve a buscar mi sexo, flexiona las piernas. Entro a ella con furia. Terminamos en el piso. Me sangra la cara. Los anteojos se rompieron. El teléfono está sonando.
Voy  hasta la sala, levanto el tubo y escucho
-¿Daniel? Soy yo- Es Gustavo - Llamó tu tía. Le dije que habías salido a comprar hojas
-Gracias- digo - la llamo- Corto.
Algo se cae en la cocina. Sé que el tipo volvió, siento furia y miedo. Disco sin descolgar 
“Hola ¿tía...? Daniel” Mientras hablo me acerco al hogar “vuelvo a eso de las siete” Camino sin ruido hasta la puerta de la cocina “creí que te había avisado” el atizador de bronce es una boludez con forma de arpón. Entro.  El tipo la sostiene en vilo por la espalda rodeándole la cintura. Le aprieta la boca  Marcela trata de patear con los pantalones enrollados en los tobillos. Me quedo mirando. Cuando me ve, el tipo le suelta la boca  y le planta la mano en el sexo. Hace una mueca furiosa, los dientes rojos. Marcela se revuelve en silencio. Desplazo una silla, me siento
-Voy a matarte- digo. El gordo grazna algo y la suelta. Marcela cae sobre la toalla manchada. Se arrastra hasta mi silla, se quita el nudo de las piernas, también la remera ensangrentada. Hace un bollo con la ropa y lo tira a los pies del gordo. El tipo se queda mirándonos. Se lleva la mano a la garganta, mira la puerta. Vuelve a mirarnos, quiere hablar y tose. De la boca abierta le sale una espuma roja. Se apoya contra la mesada y se desliza hasta quedar sentado en el piso. Marcela se pone de pie, se estira
-Me voy a bañar- dice y sale desnuda, hermosísima  
Nos quedamos enfrentados. Empezamos a oír el ruido de la ducha. Me siento muy cansado. Pienso en mi tía, en los viejos de la playa, en Oscar, en Gustavo, en la puta que los parió
-Andate- digo. El gordo alza las manos y asiente. Voy hasta el teléfono, disco el número de mi casa. Todo bien. Cuando vuelvo a la cocina, el tipo está saliendo por la puerta del lavadero. Supe que había dejado el auto en la calle de atrás. Acelera y se pierde. Son las cinco. Llueve. Pienso en la ducha, en la boca de Marcela. Podemos limpiar después.







domingo, 8 de junio de 2014

Ciudad

A las diez de la noche, Marcela, sin encender la luz, se tiende en la bañera con la cara cubierta por una toalla. Deja que el agua caliente la golpee. El paño, al empaparse, se adhiere a sus mejillas, a su frente; le modela el mentón, la garganta, se hunde en la cuenca de los ojos que Marcela mantiene semiabiertos, en tanto respira por la boca el aire cargado de vapor. Deja que la caricia del agua, al acumularse, calque su talle en una lenta escultura inversa, que Marcela recorre con morosa satisfacción. A los 19 años vive en su cuerpo; y para él.
Piensa vagamente en telas de textura áspera, en deliberados contrastes entre la tersura de su piel y el burdo entramado de un atuendo todavía no decidido; salvo por omisión. No va a usar sostén, ni tonos que atenúen su palidez, ni colores que compitan con el fulgor dorado de sus ojos. Debería salir desnuda, piensa, y en la toalla que le cubre el rostro, se ensancha la depresión de su boca abierta. Es verano, es viernes.
Genoud está retrasado. Desde hace un mes, el último día hábil de cada semana, se demora en una prolija revisión de asientos bancarios, de los que no es el único responsable, ya que comparte esa tarea con Peiro y también con Ana, aunque Carletti lo ignore.
Y Carletti lo ignora, como lo demostró hace un mes, cuando detectó la diferencia y citó a su despacho a un Genoud silencioso que compareció de pie, sintiendo que sus piernas pesadas, lo obligaban a balancearse cada vez que asentía. Porque Genoud, a los 38 años, asiente. Como asintió una hora antes cuando Peiro, Ana y también Lombardi lo conminaron a brindar con ellos
-Una copa, gordo. Al fin de cuentas somos compañeros y vos nunca...
-Dale che, te esperamos
-Sé bueno- dijo Ana. Entonces Genoud asintió.
Ahora se apura por 25 de Mayo hacia el río. A una cuadra del pub, vacila. Alineadas contra el cordón, numerosas motocicletas hacen suponer una concurrencia juvenil que lo amedrenta. Pero sigue, asiente mentalmente y sigue. Gana los escalones de la explanada buscando entre las sombrillas de “Quilmes”, la mesa de sus compañeros. Una pareja lo mira pasar; ella se tapa la boca con la punta de unos dedos largos, cubiertos de anillos, él se encoge de hombros. Los pantalones azules de Genoud son un poco cortos; usa calcetines blancos y zapatones con suela de goma. Ahora avanza decidido. Acaba de distinguir el brazo en alto de Ana que sonríe mientras le dice algo a Peiro que, de pronto, también sonríe.
Poco después de las diez, Lombardi chasquea los dedos y ordena con un gesto circular, otra ronda de cervezas. La noche es cálida.
Marcela se decide por el jean más dúctil, blanqueado en las costuras y los pliegues, flojo en la cintura. Duda entre un top rasado, algo brillante y finalmente se enfunda una remera corta de algodón color añil, que marca ligeramente sus pezones y deja al descubierto el ombligo. Descalza, piensa en las tenis blancas pero un bocinazo repetido, la apura a calzarse las sandalias de cuero azul. Baja las escaleras esponjándose el cabello todavía húmedo. Antes de salir, sacude la cabeza para que el torrente de ondas cobrizas sombree su cara sin maquillaje.
Gustavo abre la puerta del auto sin bajarse; sin subir Marcela ve que lleva un pasajero. Piensa en un amigo y aborda al tiempo que Gustavo pisa el acelerador y con el pulgar señala el asiento trasero
-Él es Leonardo - dice- Mi primo
Ella gira, vislumbra en la oscuridad un rostro serio y un gesto displicente de saludo al que responde agitando una mano
-Hola- dice- Me llamo Marcela
La sombra se mantiene en silencio. Marcela se reacomoda en el asiento y mira a Gustavo; él entorna la cabeza pero sus ojos no se apartan del camino
-Lo dejamos en su casa; -dice- después podemos ir a Nepote. ¿Cómo estás?
-Bien... Más o menos. Llamó mi vieja- Marcela busca cigarrillos en la guantera. Tiende el atado hacia atrás. Siente unos dedos que rozan ligeramente los suyos. Un instante después oye el chasquido de un encendedor.
Gustavo la mira fugazmente y gira hacia la izquierda. El auto rueda sobre una calle empedrada. Ella enciende el cigarrillo.
-Me preguntó si rendí. Vuelve la semana que viene.
Gustavo gira otra vez y detiene el auto en una calle cortada por las vías del Mitre. Ella ve por la ventanilla un local cerrado por una cortina metálica. Al lado hay una puerta
-¿Llegamos?
-Si-
-Bajen a tomar algo.
La voz de Leonardo sorprende a Marcela que la oye por primera vez
- No sé...- duda
- Una cerveza y nos vamos- decide Gustavo mientras baja del auto. Leonardo empuja el asiento y también baja. Es alto, rubio. Se tantea los bolsillos, encuentra la llave y avanza hacia la puerta seguido por Gustavo.
Marcela se demora, mira hacia atrás. En la vereda opuesta hay una casa con jardín. Parece haber pertenecido al ferrocarril. La calle es oscura.
-Vamos- La voz de Gustavo la urge. Marcela se encoje de hombros y avanza.
En el pub, Peiro confunde abstracción con interés y sigue la mirada de Genoud. Descubre en una mesa cercana, a un grupo de adolescentes entre los que, una muchacha de piel bronceada, modela con su lengua un helado rosa al que ha logrado darle una forma más o menos cilíndrica. El resto del grupo aplaude cuando la muchacha, con expresión de éxtasis introduce el helado en su boca hasta hacerlo desaparecer. Peiro codea a Lombardi y le señala la escena con el mentón. Ambos se miran, entonces Peiro, sin soltar el asa del chop, apunta con el pulgar a Genoud que no vio la escena y sigue abstraído.
-¿Qué pasa?- Ana sonríe ajena a la situación
- Nada vieja, nada. Parece que el gordo se nos enamoró- La voz de Lombardi suena tragicómica.  Peiro decide colaborar
- Un amor a primera lamida
Genoud mira a los tres tratando de entender. Ana lo interroga con los ojos; Genoud se desconcierta aún mas
-Nada...yo...- se interrumpe
-Mirá vos...! Tan inocente que parece...-Peiro le palmea la espalda - resulta que es un león
Ana comprende por dónde va la cosa y se aparta ostensiblemente como si temiera un arrebato pasional. Genoud que sigue ajeno, sonríe para no desentonar. Peiro adopta un tono confidencial
-Decime una cosa, gordo. Vos debes ser bastante pirata ¿no?
-Son locos ustedes...
-¡Vamos¡ En esa cortada donde vivís debés hacer cada fiesta...
-¡Uh si! todos los días - Lo dice tratando de sonreír, mirando fugazmente a Ana. Sonrojándose. Pensando que, en realidad, llegó la hora de abandonar el lugar.
Genoud sabe que a partir de ese momento, no van a detenerse. Sus silencios y los intentos de Ana de instalar algún tema que lo libere, van a fracasar. En un torneo de suspicacias, Peiro y Lombardi, menos que incomodarlo, van a tratar de escandalizar a Ana. Ella quizá le dirija una mirada de confraternidad, quizá, por debajo de la mesa, le palmee maternalmente la pierna en un claro mensaje de condolencia mucho más doloroso que las estúpidas bromas de sus compañeros.
Entonces ocurre algo. Algo inesperado hasta por el propio Genoud que retrepa su enorme cuerpo en el sillón de mimbre, enfrenta uno a uno a los comediantes improvisados y, con voz clara, definitiva, dice sin enojo
- Ustedes son un lamentable par de pelotudos- Se pone de pie en medio de un silencio funerario y, antes de retirarse, palmea con cierta energía la calva de un Peiro desconcertado que a cada golpe hunde más su cabeza entre los hombros delgados.
Genoud se aleja del lugar sintiendo que, a sus espaldas, los ojos asombrados de Ana, lo miran por primera vez.
En la avenida le hace señas a un taxi en el momento en que Marcela, escoltada por Gustavo y su primo, traspone la puerta lateral de un largo pasillo y entra a una habitación sintiendo la primera sensación de alarma. La puerta se cierra a sus espaldas en el instante en que Leonardo enciende la luz. El lugar alfombrado en negro la impresiona como algo blando. En la cama de bronce hay almohadones rojos como el acolchado y la tapicería de las cortinas cerradas, La luz se difunde tenue, apenas reflejada por un espejo nebuloso en el que Marcela ve reflejado el gesto sigiloso de Leonardo al echar llave a la puerta.
- Es una broma- dice ella tratando de sonreír mientras busca los ojos de Gustavo que la rehúye y se inclina sobre los controles de un  estéreo
- Me quiero ir
-No seas tonta- Gustavo gira y la toma de la cintura intentando un paso de baile. Ella permanece rígida
-Me quiero ir. Gustavo
Leonardo enarbola la botella que sacó de un armario empotrado
-Esto es letal- dice con un tono de jovialidad que no encuentra eco. Les tiende la botella- Tomen un trago- Marcela ve que las llaves no están en la cerradura. Leonardo le sonríe- Mi primo dice que bailando sos fantástica
-Quiero las llaves- Marcela lo enfrenta. A sus espaldas Gustavo le recoge el pelo y comienza a besarla en el cuello. Ella intenta apartarse; Leonardo le arrima a la boca el pico de la botella. Marcela se niega; el licor se derrama por su mentón, empapa la remera, se desliza por sus pechos hacia el brazo poderoso de Gustavo que sin soltarle el cabello, le rodea la cintura y la inmoviliza mientras Leonardo fingiendo contrariedad por el líquido derramado se inclina sobre ella
-Esto no hay que desperdiciarlo- murmura y comienza a lamer la tela húmeda recorriéndole los senos, buscando los pezones, rodeándolos con la avidez creciente de su boca en tanto ella se debate sin poder deshacerse del abrazo de Gustavo que tira de sus cabellos obligándola a exponer la garganta. Mientras grita aterrada, lo oye jadear y siente que la explora penetrando su oreja con una lengua caliente, activa como un ser independiente y viscoso. Marcela vuelve a gritar. El primer golpe estalla en su cara llenándole la boca y la nariz de metal caliente; el segundo golpe como un eco lejano, la hunde en una bruma rojiza que la aísla. La sucesión de golpes no se detiene, como no se detuvo el taxi en la avenida donde Genoud oye a sus espaldas la voz de Ana que lo nombra en voz baja
-Yo... también me voy- dice con ansiedad. Genoud nunca vio esa expresión en sus ojos. Se miran en silencio. Ella alza la mano para acariciarle el rostro, se detiene confundida, siente que se cubre de rubor y desvía la mirada, Las manos de Genoud le rozan las mejillas
-Soy un hombre torpe- piensa en voz alta. Ella quiere protestar, no encuentra las palabras. Él le levanta el mentón buscando su mirada
-Debe haber un lugar tranquilo donde tomar café- sonríe
Ana asiente repetidamente.
A la una de la madrugada, cortas ráfagas de viento agitan sin disiparlo el calor acumulado durante la noche. La oscuridad es completa; no se ven las estrellas. Las primeras gotas se evaporan en el asfalto caliente; poco después, una bruma baja borronea la superficie ocultando los adoquines de la cortada. Las vías del ferrocarril Mitre semejan, a pocos metros, el límite del mundo. Los faros de un automóvil rompen la tiniebla y avanzan lentamente. El automóvil abandona la cortada, gira en dirección a la avenida y gana velocidad perdiéndose en la noche. Un relámpago perfila en blanco el entramado de nubes bajas; el trueno estalla y la lluvia demorada, por fin se precipita poderosa, arrastrando hollín, vapores, miasmas que se escurren por las alcantarillas de la ciudad, sin agotarse.
Un taxi se detiene a la entrada de la calle cortada. Se enciende la luz interior. Instantes después, un hombre grande desciende y echa a andar en dirección a las vías sin intentar protegerse de la lluvia. Genoud está feliz. Menos que una alianza con Ana, sabe que esa noche celebró un pacto consigo mismo; y no va a traicionarlo. Mientras avanza hacia su casa expone el rostro para que la lluvia lo golpee, lo palpe, confirme con efímeros dedos infinitos su nueva identidad. Empuja el portón de su casa que alguna vez perteneció al ferrocarril y busca las llaves mientras piensa en una ducha caliente. Una vez dentro, enciende la luz de la galería; se descalza. Camino a la cocina se desprende del saco empapado, de la corbata. En la cocina cuelga las prendas del respaldo de una silla, pone a calentar agua. Va hacia su dormitorio en busca de una muda de ropa cuando, en el pasillo a oscuras, oye que algo araña la puerta de calle. Genoud piensa en una rama arrancada por el viento o quizá un gato que busca en su galería protegerse de la tormenta. El sonido se repite, débil. Genoud vuelve a la cocina y deja las prendas en la mesa. De nuevo en el pasillo, aguarda unos instantes. El sonido no se repite. Se dirige a la puerta de calle.
Las llaves están puestas; desliza la cadena en el pasador y abre con algún cuidado.
La joven está tendida en el umbral, desnuda, ovillada sobre sí misma. Huellas de barro y sangre, contrastan violentamente con la palidez de su piel. Una confusión de cabello mojado y oscuro, le oculta el rostro. Genoud inhala, con fuerza, arranca la cadena de seguridad. Antes de inclinarse a recoger a la muchacha, apaga la luz de la galería. En sus brazos, el cuerpo desmañado de Marcela parece pequeño. Genoud cierra la puerta a sus espaldas y se precipita por el pasillo sin mirar su carga. En el dormitorio en penumbras, con infinito cuidado la tiende en la cama. Antes de encender la luz , se inclina sobre el rostro de la joven, tratando de oír su respiración. Un resuello, entrecortado por un leve ronquido, le da esperanzas. Enciende la luz. Lo que ve lo congela. La cara de Marcela está hinchada, cubierta de sangre. Tiene un corte en el pómulo izquierdo del que aún mana lentamente un hilo oscuro. La inflamación invade la cuenca del ojo hasta casi ocultar el párpado morado. Hay sangre seca en las fosas nasales, en torno a la boca abierta, en el mentón hasta el que fluye una espuma rojiza que se estremece con el ritmo irregular de la respiración. Hay marcas de dientes en sus pechos. En el seno derecho, el pezón se dilata aureolado por una mancha oscura.
Genoud deja escapar un gemido. La respiración de Marcela se torna burbujeante. El retira la almohada y hace girar el cuerpo de la joven hasta que queda boca abajo. Marcela se convulsiona, tose. Junto a su boca, el cobertor se encharca de líquido rojo. Vuelve a toser; instantes después, su respiración se hace más profunda y regular. Genoud busca una manta, cubre el cuerpo atormentado de Marcela y vuelve a hurgar en el armario.
Deposita en la mesa de noche un juego de sábanas y abandona el cuarto. En la cocina el agua hierve. Retira del fuego el recipiente y vierte el líquido en una fuente de acero, lo entibia con agua fría y se precipita hacia el baño. Vuelve con jabón, toallas, una esponja y un frasco cerrado de Listerine que no recuerda cómo llegó a su botiquín. Entonces se detiene.
De nuevo en el dormitorio, permanece un instante atento a la respiración de Marcela. Recoge la almohada, el juego de sábanas y se dirige al baño. Extiende en el fondo de la bañera las telas blancas y dispone la almohada en el extremo opuesto a las canillas. Enciende el calefón y deja que se acumule una cuarta de agua apenas tibia en la bañera así dispuesta. Las sábanas flotan pero permanecen estiradas; cierra el grifo y, va en busca de los elementos que reunió en la cocina.
Marcela tendida sobre el lecho de agua, sigue inconsciente. El líquido enrojecido se escurre por el sumidero renovándose con el chorro regulado de la canilla. Inclinado sobre el cuerpo de la joven, Genoud limpia con cuidado las heridas, desliza por la piel pálida la esponja embebida en agua jabonosa y Listerine. Sus movimientos son lentos, concentrados. Mientras se afana en esa tarea, murmura palabras tranquilizadoras en una continua letanía que se mezcla con el rumor del agua.
Varios minutos después, cierra la canilla y deja que la bañera se vacíe por completo. El agua que se escurre es cristalina.
Al amanecer Marcela suspira, deja escapar un sollozo y se vuelve en la cama. Genoud comprende que la muchacha pasó de la inconsciencia al sueño fisiológico. Se retrepa en la silla y sigue esperando sin apartar los ojos de la joven.
-No rendí. No rendí mamá.- La palabras de la Marcela dormida se recortan nítidas en la penumbra de la habitación. Está de costado; lleva puesta una camisa a la que Genoud le quitó las mangas, los bajos de la prenda le cubren los muslos.
A las ocho sigue lloviendo. Genoud teme abandonar la alcoba. Sabe que cuando despierte en la habitación desconocida, la muchacha va a sentir pánico. No quiere que esté sola cuando eso ocurra. Le arden los ojos, necesita orinar, ducharse, tomar una gran taza de café. Y pensar. Indagar sus propias razones. Reflexionar sobre los motivos por los que, en ningún momento, pensó en pedir ayuda, en usar el teléfono y denunciar el hecho cumpliendo y, al mismo tiempo librándose de la responsabilidad. Comprende vagamente que obró por intuición. Que su mente sintetizó de algún modo la aparente ambigüedad de las circunstancias. Un hombre de hábitos solitarios -se dijo- denuncia a la policía que a la una de la madrugada, yace en el umbral de su puerta, una joven brutalmente golpeada, desnuda, inconsciente, seguramente violada. Explica que él acaba de regresar de un lugar donde, precisamente, se reúnen jóvenes y adolescentes; que se retiró luego de un breve enfrentamiento con sus compañeros. Que, sin embargo, no volvió directamente a su casa. Que, en efecto, bebió algo de alcohol; alguna cerveza, un whisky con Ana -a la que también se vería obligado a involucrar- un cúmulo, en suma, de datos ciertos pero ambivalentes que la suspicacia policial utilizaría, sin duda en su contra. Sin embargo Genoud sabe que hay algo más.
Otros motivos, más profundos y decisivos, que nada tienen que ver con la razón o el temor.
Toda la jornada le parece ajena. Se ve a sí mismo abandonando el pub, cortando abrupta y enérgicamente una situación que no era nueva. Sabe que en otras ocasiones se había resignado a ser objeto de las bromas cruzadas de sus compañeros. Nunca le importó demasiado. Sabe también que su indiferencia nunca generó en la mirada de Ana esa ansiedad temerosa que lo retuvo en la avenida. Nunca antes una mujer lo miró así. Las mujeres, piensa.
Piensa en si mismo pagando inútilmente su derecho a no estar solo. Sin apartar los ojos de la cama, se ve, de regreso de uno de esos encuentros, aún más solo, avergonzado, sintiendo que la parodia de una desconocida clausura de modo más definitivo su aislamiento. Entonces, en una sola noche, una mujer lo mira, lo retiene, le formula una promesa sin palabras. Y otra le es entregada, puesta en sus manos ajena a toda voluntad, por un destino incomprensible.
La muchacha es hermosa. Genoud se permite ese juicio por primera vez. Por primera vez separa los componentes de su conmoción inicial. La sorpresa, la inmediata conmiseración, la urgencia; pero también, la perturbadora desnudez de un cuerpo de mujer; y su propia ansiedad, su deseo inmediatamente reprimido.
“Un amor a primera lamida”. La frase lo golpea como algo material.
Es una hembra violentada, poseída, apropiada por una avidez feroz y el recurso directo a la fuerza física. Un ser bestial, piensa Genoud, se relame anónimo en un lugar desconocido de la ciudad. El otro, enmascarado, acechante, más tenebroso y complejo, se agazapa en mi cuerpo.