Esa mesa, junto a la columna… Venían en horarios en que el local
está prácticamente vacío. Se iban antes de la hora punta. Al principio no me di
cuenta. Pero, al mes, me encontré esperando la llegada de uno u otro con la
certeza del que espera el amanecer. Sabía que cuando ella se marchara llegaría
él y ocuparía la mesa. A veces era él quien llegaba antes. Cuando se iba, me
apresuraba a retirar el servicio. Ella no demoraría… y buscaría ese lugar. Se
sentaría enfrentando la avenida. Él, en cambio, invariablemente le daba la
espalda a la calle, como si rehuyera la luz del día. Era un hombre de edad
incierta. Si tuviera que definirlo por un color, diría gris; un gris atravesado
por algún fulgor azul en la mirada. Ordenaba con amabilidad y voz grave. Casi
nunca otra cosa que café, algún brandy los días en que se empañaban lo
cristales. Pero lo dejaba casi intacto, como si el aroma del licor le bastara.
Ella, en cambio… Soy un hombre anciano, digamos que me gané el derecho de
hablar en pasado. Fui razonablemente feliz, no siento temor, sé que mi mujer me
espera. Suelo verla en los ojos de mi nieta. Hay preguntas que, a mi edad, uno
ya no se formula. Y, sin embargo, cuando la vi por primera vez, me atenazó una
sensación como de pérdida, una inquietud… como la de quien ha extraviado algo,
algo fundamental que no acierta a saber qué es. Era… no. No voy a intentar
describirla. Hablé de la luz ¿Aceptará si digo que la luz era su atributo? Soy
un hombre anciano. Sé que no voy a recuperar lo que perdí por el camino. Ella
quizá tuviese algo más de treinta años. Yo diría que el dorado estaría bien,
pero sólo porque no sé mucho sobre colores. También solía ordenar café. La
primera vez que pidió azúcar moreno sentí que yo había fracasado en mi oficio.
Al día siguiente ardía en deseos de verla llegar, para depositar en su mesa el
azucarero de porcelana. Su sonrisa es algo que tampoco intentaré describir.
Jamás coincidieron. Pero créame si le digo que nunca dos seres
estuvieron tan íntima y poderosamente juntos. Se reclamaban… ¿cómo decirlo?
Imagine la cálida promesa de un guante, suave y vacío. Ahora, adivine la
súplica de una mano áspera y aterida de frio… Disculpe mi ineficacia. Había
algo fatal y postergado. Ella era un cántaro de agua fresca. A él la sed le
partía los labios.
Mire,
yo casi nunca creo en Dios. Pero, hace una semana, me sorprendí mirando el
anaquel más alto de la estantería. Ninguno de los dos regresó. Ojalá me
comprenda: Si no vuelvo a verlos por separado, sabré que Dios existe. Y que me
ha perdonado.
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