domingo, 25 de mayo de 2014

La mesa

Esa mesa, junto a la columna… Venían en horarios en que el local está prácticamente vacío. Se iban antes de la hora punta. Al principio no me di cuenta. Pero, al mes, me encontré esperando la llegada de uno u otro con la certeza del que espera el amanecer. Sabía que cuando ella se marchara llegaría él y ocuparía la mesa. A veces era él quien llegaba antes. Cuando se iba, me apresuraba a retirar el servicio. Ella no demoraría… y buscaría ese lugar. Se sentaría enfrentando la avenida. Él, en cambio, invariablemente le daba la espalda a la calle, como si rehuyera la luz del día. Era un hombre de edad incierta. Si tuviera que definirlo por un color, diría gris; un gris atravesado por algún fulgor azul en la mirada. Ordenaba con amabilidad y voz grave. Casi nunca otra cosa que  café, algún brandy los días en que se empañaban lo cristales. Pero lo dejaba casi intacto, como si el aroma del licor le bastara. Ella, en cambio… Soy un hombre anciano, digamos que me gané el derecho de hablar en pasado. Fui razonablemente feliz, no siento temor, sé que mi mujer me espera. Suelo verla en los ojos de mi nieta. Hay preguntas que, a mi edad, uno ya no se formula. Y, sin embargo, cuando la vi por primera vez, me atenazó una sensación como de pérdida, una inquietud… como la de quien ha extraviado algo, algo fundamental que no acierta a saber qué es. Era… no. No voy a intentar describirla. Hablé de la luz ¿Aceptará si digo que la luz era su atributo? Soy un hombre anciano. Sé que no voy a recuperar lo que perdí por el camino. Ella quizá tuviese algo más de treinta años. Yo diría que el dorado estaría bien, pero sólo porque no sé mucho sobre colores. También solía ordenar café. La primera vez que pidió azúcar moreno sentí que yo había fracasado en mi oficio. Al día siguiente ardía en deseos de verla llegar, para depositar en su mesa el azucarero de porcelana. Su sonrisa es algo que tampoco intentaré describir.
Jamás coincidieron. Pero créame si le digo que nunca dos seres estuvieron tan íntima y poderosamente juntos. Se reclamaban… ¿cómo decirlo? Imagine la cálida promesa de un guante, suave y vacío. Ahora, adivine la súplica de una mano áspera y aterida de frio… Disculpe mi ineficacia. Había algo fatal y postergado. Ella era un cántaro de agua fresca. A él la sed le partía los labios.
Mire, yo casi nunca creo en Dios. Pero, hace una semana, me sorprendí mirando el anaquel más alto de la estantería. Ninguno de los dos regresó. Ojalá me comprenda: Si no vuelvo a verlos por separado, sabré que Dios existe. Y que me ha perdonado.


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