Contame
una historia donde él acaba de cumplir veinticuatro y ya hace diez que trabaja
en la construcción. Una donde lo contrató un tal Corradini porque sabe que
trabaja duro y no mira el reloj.
A
él ponele un nombre que apenas suene, algo neutro incapaz de concitar una
imagen que perturbe mi propia idea: Un tipo que todavía se asombra, sobre todo
con los ojos, tiene manos grandes que lo incomodan un poco cuando no está
trabajando. Dale algún color de esos que se mimetizan con todo el espectro,
tierra sombra o siena tostado y, si es invierno, algún pudoroso azul en el
abrigo que le queda chico.
Me
parece que tiene que ser invierno, así cuando entra a la pensión que le
recomendó Corradini, lo desazona una tibieza que huele a querosén y entonces
vacila, pero ni se entera que es porque ese olor y ese calor tienen que ver con
su infancia, apurada en alguna provincia. Que al final se decida y pague por
adelantado sin preguntar nada. La pensión es limpia y, por favor, sin malvones.
En la pieza hay una cama de hierro un poco corta; un ropero de dos puertas y
una mesa con mantel y todo. Hay un calentador.
-Para el
mate -le dice la mujer, que piensa en algún guiso improvisado. No sabe que para
él la orden es terminante.
Ahora
que se quede solo en la pieza y no tantee el colchón, que abra el bolso y saque
con cuidado la ropa, incluso una camisa sin estrenar; todavía envuelta en
celofán que cruje. El equipo de mate en una caja de metal y nada más, para no
agigantar el bolso.
Que
se instale con algún gesto meticuloso que delate su costumbre de estar solo;
dejalo ahí, calentando el agua que sacó de la canilla del baño. El mate
preparado.
Ahora
mostrame la pensión desde arriba para que yo vea que del otro lado del tabique,
donde está la cama, hay otra. Y que esos diez centímetros de mampostería son
una frontera ínfima y ambigua, que las separa y al mismo tiempo las une. De
hierro la de él, todavía intacta, y la otra también de hierro, pero con alguna
blandura de flores pálidas en el cubrecamas y quizá otro detalle
mínimo (pero definitivo) como una hebilla para el pelo.
Dejame
ahí arriba, abismado, convertido en un dios impaciente, esperando que ya estén
los dos, acostados pero despiertos; separados pero juntos.
Hablame
del frío y de la cal. Decime que a ella el frío le marca los pezones en la camiseta
que se puso para dormir y a él la cal le parte las manos. No digas más. Él se
acuesta sintiendo sus palmas hambrientas de suavidad y ella se demora en el
espejo, los pechos ávidos de calor y el gesto detenido porque acaba de oír un
gemido metálico al otro lado del tabique. Con eso es suficiente: ella va a
terminar de cepillarse el pelo y cuando deje caer el cepillo, él va a mirar el
tabique por primera vez y hasta quizá lo toque con el dorso de la mano.
Ahora
contame cómo va elaborándose ese diálogo secreto, ese código de golpecitos y de
toses. Cómo en la noche sin luna el chasquido de un fósforo y el roce de unos
dedos, inventan un idioma que pone en fuga la soledad y aniquila el frío.
Mañana
ella va a atreverse a una pizca de carmín y él va a desgarrar el celofán sin pesadumbre.
Que
duerman. Pero contame que los dos siguen atentos, para que las pesadillas
fracasen. Los dos vueltos hacia el tabique cada vez más delgado.
Que
duerman, sí.
Y que la
palabra amor no figure, de puro innecesaria.
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