A las diez
de la noche, Marcela, sin encender la luz, se tiende en la bañera con la cara
cubierta por una toalla. Deja que el agua caliente la golpee. El paño, al
empaparse, se adhiere a sus mejillas, a su frente; le modela el mentón, la
garganta, se hunde en la cuenca de los ojos que Marcela mantiene semiabiertos,
en tanto respira por la boca el aire cargado de vapor. Deja que la caricia del
agua, al acumularse, calque su talle en una lenta escultura inversa, que
Marcela recorre con morosa satisfacción. A los 19 años vive en su cuerpo; y
para él.
Piensa
vagamente en telas de textura áspera, en deliberados contrastes entre la
tersura de su piel y el burdo entramado de un atuendo todavía no decidido;
salvo por omisión. No va a usar sostén, ni tonos que atenúen su palidez, ni
colores que compitan con el fulgor dorado de sus ojos. Debería salir desnuda,
piensa, y en la toalla que le cubre el rostro, se ensancha la depresión de su
boca abierta. Es verano, es viernes.
Genoud
está retrasado. Desde hace un mes, el último día hábil de cada semana, se
demora en una prolija revisión de asientos bancarios, de los que no es el único
responsable, ya que comparte esa tarea con Peiro y también con Ana, aunque
Carletti lo ignore.
Y Carletti
lo ignora, como lo demostró hace un mes, cuando detectó la diferencia y citó a
su despacho a un Genoud silencioso que compareció de pie, sintiendo que sus
piernas pesadas, lo obligaban a balancearse cada vez que asentía. Porque
Genoud, a los 38 años, asiente. Como asintió una hora antes cuando Peiro, Ana y
también Lombardi lo conminaron a brindar con ellos
-Una copa,
gordo. Al fin de cuentas somos compañeros y vos nunca...
-Dale che,
te esperamos
-Sé bueno-
dijo Ana. Entonces Genoud asintió.
Ahora se
apura por 25 de Mayo hacia el río. A una cuadra del pub, vacila. Alineadas
contra el cordón, numerosas motocicletas hacen suponer una concurrencia juvenil
que lo amedrenta. Pero sigue, asiente mentalmente y sigue. Gana los escalones
de la explanada buscando entre las sombrillas de “Quilmes”, la mesa de sus
compañeros. Una pareja lo mira pasar; ella se tapa la boca con la punta de unos
dedos largos, cubiertos de anillos, él se encoge de hombros. Los pantalones
azules de Genoud son un poco cortos; usa calcetines blancos y zapatones con
suela de goma. Ahora avanza decidido. Acaba de distinguir el brazo en alto de
Ana que sonríe mientras le dice algo a Peiro que, de pronto, también sonríe.
Poco
después de las diez, Lombardi chasquea los dedos y ordena con un gesto
circular, otra ronda de cervezas. La noche es cálida.
Marcela se
decide por el jean más dúctil, blanqueado en las costuras y los pliegues, flojo
en la cintura. Duda entre un top rasado, algo brillante y finalmente se enfunda
una remera corta de algodón color añil, que marca ligeramente sus pezones y
deja al descubierto el ombligo. Descalza, piensa en las tenis blancas pero un
bocinazo repetido, la apura a calzarse las sandalias de cuero azul. Baja las
escaleras esponjándose el cabello todavía húmedo. Antes de salir, sacude la
cabeza para que el torrente de ondas cobrizas sombree su cara sin maquillaje.
Gustavo
abre la puerta del auto sin bajarse; sin subir Marcela ve que lleva un
pasajero. Piensa en un amigo y aborda al tiempo que Gustavo pisa el acelerador
y con el pulgar señala el asiento trasero
-Él es
Leonardo - dice- Mi primo
Ella gira,
vislumbra en la oscuridad un rostro serio y un gesto displicente de saludo al
que responde agitando una mano
-Hola-
dice- Me llamo Marcela
La sombra
se mantiene en silencio. Marcela se reacomoda en el asiento y mira a Gustavo;
él entorna la cabeza pero sus ojos no se apartan del camino
-Lo
dejamos en su casa; -dice- después podemos ir a Nepote. ¿Cómo estás?
-Bien...
Más o menos. Llamó mi vieja- Marcela busca cigarrillos en la guantera. Tiende
el atado hacia atrás. Siente unos dedos que rozan ligeramente los suyos. Un
instante después oye el chasquido de un encendedor.
Gustavo la
mira fugazmente y gira hacia la izquierda. El auto rueda sobre una calle
empedrada. Ella enciende el cigarrillo.
-Me
preguntó si rendí. Vuelve la semana que viene.
Gustavo
gira otra vez y detiene el auto en una calle cortada por las vías del Mitre.
Ella ve por la ventanilla un local cerrado por una cortina metálica. Al lado
hay una puerta
-¿Llegamos?
-Si-
-Bajen a
tomar algo.
La voz de
Leonardo sorprende a Marcela que la oye por primera vez
- No sé...-
duda
- Una
cerveza y nos vamos- decide Gustavo mientras baja del auto. Leonardo empuja el
asiento y también baja. Es alto, rubio. Se tantea los bolsillos, encuentra la
llave y avanza hacia la puerta seguido por Gustavo.
Marcela se
demora, mira hacia atrás. En la vereda opuesta hay una casa con jardín. Parece
haber pertenecido al ferrocarril. La calle es oscura.
-Vamos- La
voz de Gustavo la urge. Marcela se encoje de hombros y avanza.
En el pub,
Peiro confunde abstracción con interés y sigue la mirada de Genoud. Descubre en
una mesa cercana, a un grupo de adolescentes entre los que, una muchacha de
piel bronceada, modela con su lengua un helado rosa al que ha logrado darle una
forma más o menos cilíndrica. El resto del grupo aplaude cuando la muchacha,
con expresión de éxtasis introduce el helado en su boca hasta hacerlo
desaparecer. Peiro codea a Lombardi y le señala la escena con el mentón. Ambos
se miran, entonces Peiro, sin soltar el asa del chop, apunta con el pulgar a
Genoud que no vio la escena y sigue abstraído.
-¿Qué
pasa?- Ana sonríe ajena a la situación
- Nada
vieja, nada. Parece que el gordo se nos enamoró- La voz de Lombardi suena
tragicómica. Peiro decide colaborar
- Un amor
a primera lamida
Genoud
mira a los tres tratando de entender. Ana lo interroga con los ojos; Genoud se
desconcierta aún mas
-Nada...yo...-
se interrumpe
-Mirá
vos...! Tan inocente que parece...-Peiro le palmea la espalda - resulta que es
un león
Ana
comprende por dónde va la cosa y se aparta ostensiblemente como si temiera un
arrebato pasional. Genoud que sigue ajeno, sonríe para no desentonar. Peiro
adopta un tono confidencial
-Decime
una cosa, gordo. Vos debes ser bastante pirata ¿no?
-Son locos
ustedes...
-¡Vamos¡
En esa cortada donde vivís debés hacer cada fiesta...
-¡Uh si!
todos los días - Lo dice tratando de sonreír, mirando fugazmente a Ana.
Sonrojándose. Pensando que, en realidad, llegó la hora de abandonar el lugar.
Genoud
sabe que a partir de ese momento, no van a detenerse. Sus silencios y los
intentos de Ana de instalar algún tema que lo libere, van a fracasar. En un
torneo de suspicacias, Peiro y Lombardi, menos que incomodarlo, van a tratar de
escandalizar a Ana. Ella quizá le dirija una mirada de confraternidad, quizá,
por debajo de la mesa, le palmee maternalmente la pierna en un claro mensaje de
condolencia mucho más doloroso que las estúpidas bromas de sus compañeros.
Entonces
ocurre algo. Algo inesperado hasta por el propio Genoud que retrepa su enorme
cuerpo en el sillón de mimbre, enfrenta uno a uno a los comediantes
improvisados y, con voz clara, definitiva, dice sin enojo
- Ustedes
son un lamentable par de pelotudos- Se pone de pie en medio de un silencio
funerario y, antes de retirarse, palmea con cierta energía la calva de un Peiro
desconcertado que a cada golpe hunde más su cabeza entre los hombros delgados.
Genoud se
aleja del lugar sintiendo que, a sus espaldas, los ojos asombrados de Ana, lo
miran por primera vez.
En la avenida
le hace señas a un taxi en el momento en que Marcela, escoltada por Gustavo y
su primo, traspone la puerta lateral de un largo pasillo y entra a una
habitación sintiendo la primera sensación de alarma. La puerta se cierra a sus
espaldas en el instante en que Leonardo enciende la luz. El lugar alfombrado en
negro la impresiona como algo blando. En la cama de bronce hay almohadones
rojos como el acolchado y la tapicería de las cortinas cerradas, La luz se
difunde tenue, apenas reflejada por un espejo nebuloso en el que Marcela ve
reflejado el gesto sigiloso de Leonardo al echar llave a la puerta.
- Es una
broma- dice ella tratando de sonreír mientras busca los ojos de Gustavo que la
rehúye y se inclina sobre los controles de un
estéreo
- Me
quiero ir
-No seas
tonta- Gustavo gira y la toma de la cintura intentando un paso de baile. Ella
permanece rígida
-Me quiero
ir. Gustavo
Leonardo
enarbola la botella que sacó de un armario empotrado
-Esto es
letal- dice con un tono de jovialidad que no encuentra eco. Les tiende la
botella- Tomen un trago- Marcela ve que las llaves no están en la cerradura.
Leonardo le sonríe- Mi primo dice que bailando sos fantástica
-Quiero
las llaves- Marcela lo enfrenta. A sus espaldas Gustavo le recoge el pelo y
comienza a besarla en el cuello. Ella intenta apartarse; Leonardo le arrima a
la boca el pico de la botella. Marcela se niega; el licor se derrama por su
mentón, empapa la remera, se desliza por sus pechos hacia el brazo poderoso de
Gustavo que sin soltarle el cabello, le rodea la cintura y la inmoviliza
mientras Leonardo fingiendo contrariedad por el líquido derramado se inclina
sobre ella
-Esto no
hay que desperdiciarlo- murmura y comienza a lamer la tela húmeda recorriéndole
los senos, buscando los pezones, rodeándolos con la avidez creciente de su boca
en tanto ella se debate sin poder deshacerse del abrazo de Gustavo que tira de
sus cabellos obligándola a exponer la garganta. Mientras grita aterrada, lo oye
jadear y siente que la explora penetrando su oreja con una lengua caliente,
activa como un ser independiente y viscoso. Marcela vuelve a gritar. El primer
golpe estalla en su cara llenándole la boca y la nariz de metal caliente; el
segundo golpe como un eco lejano, la hunde en una bruma rojiza que la aísla. La
sucesión de golpes no se detiene, como no se detuvo el taxi en la avenida donde
Genoud oye a sus espaldas la voz de Ana que lo nombra en voz baja
-Yo...
también me voy- dice con ansiedad. Genoud nunca vio esa expresión en sus ojos.
Se miran en silencio. Ella alza la mano para acariciarle el rostro, se detiene
confundida, siente que se cubre de rubor y desvía la mirada, Las manos de
Genoud le rozan las mejillas
-Soy un
hombre torpe- piensa en voz alta. Ella quiere protestar, no encuentra las
palabras. Él le levanta el mentón buscando su mirada
-Debe
haber un lugar tranquilo donde tomar café- sonríe
Ana
asiente repetidamente.
A la una
de la madrugada, cortas ráfagas de viento agitan sin disiparlo el calor
acumulado durante la noche. La oscuridad es completa; no se ven las estrellas.
Las primeras gotas se evaporan en el asfalto caliente; poco después, una bruma
baja borronea la superficie ocultando los adoquines de la cortada. Las vías del
ferrocarril Mitre semejan, a pocos metros, el límite del mundo. Los faros de un
automóvil rompen la tiniebla y avanzan lentamente. El automóvil abandona la
cortada, gira en dirección a la avenida y gana velocidad perdiéndose en la
noche. Un relámpago perfila en blanco el entramado de nubes bajas; el trueno
estalla y la lluvia demorada, por fin se precipita poderosa, arrastrando
hollín, vapores, miasmas que se escurren por las alcantarillas de la ciudad,
sin agotarse.
Un taxi se
detiene a la entrada de la calle cortada. Se enciende la luz interior.
Instantes después, un hombre grande desciende y echa a andar en dirección a las
vías sin intentar protegerse de la lluvia. Genoud está feliz. Menos que una
alianza con Ana, sabe que esa noche celebró un pacto consigo mismo; y no va a
traicionarlo. Mientras avanza hacia su casa expone el rostro para que la lluvia
lo golpee, lo palpe, confirme con efímeros dedos infinitos su nueva identidad.
Empuja el portón de su casa que alguna vez perteneció al ferrocarril y busca
las llaves mientras piensa en una ducha caliente. Una vez dentro, enciende la luz
de la galería; se descalza. Camino a la cocina se desprende del saco empapado,
de la corbata. En la cocina cuelga las prendas del respaldo de una silla, pone
a calentar agua. Va hacia su dormitorio en busca de una muda de ropa cuando, en
el pasillo a oscuras, oye que algo araña la puerta de calle. Genoud piensa en
una rama arrancada por el viento o quizá un gato que busca en su galería
protegerse de la tormenta. El sonido se repite, débil. Genoud vuelve a la
cocina y deja las prendas en la mesa. De nuevo en el pasillo, aguarda unos
instantes. El sonido no se repite. Se dirige a la puerta de calle.
Las llaves
están puestas; desliza la cadena en el pasador y abre con algún cuidado.
La joven
está tendida en el umbral, desnuda, ovillada sobre sí misma. Huellas de barro y
sangre, contrastan violentamente con la palidez de su piel. Una confusión de
cabello mojado y oscuro, le oculta el rostro. Genoud inhala, con fuerza,
arranca la cadena de seguridad. Antes de inclinarse a recoger a la muchacha,
apaga la luz de la galería. En sus brazos, el cuerpo desmañado de Marcela
parece pequeño. Genoud cierra la puerta a sus espaldas y se precipita por el
pasillo sin mirar su carga. En el dormitorio en penumbras, con infinito cuidado
la tiende en la cama. Antes de encender la luz , se inclina sobre el rostro de
la joven, tratando de oír su respiración. Un resuello, entrecortado por un leve
ronquido, le da esperanzas. Enciende la luz. Lo que ve lo congela. La cara de
Marcela está hinchada, cubierta de sangre. Tiene un corte en el pómulo
izquierdo del que aún mana lentamente un hilo oscuro. La inflamación invade la
cuenca del ojo hasta casi ocultar el párpado morado. Hay sangre seca en las
fosas nasales, en torno a la boca abierta, en el mentón hasta el que fluye una
espuma rojiza que se estremece con el ritmo irregular de la respiración. Hay
marcas de dientes en sus pechos. En el seno derecho, el pezón se dilata
aureolado por una mancha oscura.
Genoud
deja escapar un gemido. La respiración de Marcela se torna burbujeante. El
retira la almohada y hace girar el cuerpo de la joven hasta que queda boca
abajo. Marcela se convulsiona, tose. Junto a su boca, el cobertor se encharca
de líquido rojo. Vuelve a toser; instantes después, su respiración se hace más
profunda y regular. Genoud busca una manta, cubre el cuerpo atormentado de
Marcela y vuelve a hurgar en el armario.
Deposita
en la mesa de noche un juego de sábanas y abandona el cuarto. En la cocina el
agua hierve. Retira del fuego el recipiente y vierte el líquido en una fuente
de acero, lo entibia con agua fría y se precipita hacia el baño. Vuelve con
jabón, toallas, una esponja y un frasco cerrado de Listerine que no recuerda
cómo llegó a su botiquín. Entonces se detiene.
De nuevo
en el dormitorio, permanece un instante atento a la respiración de Marcela.
Recoge la almohada, el juego de sábanas y se dirige al baño. Extiende en el
fondo de la bañera las telas blancas y dispone la almohada en el extremo
opuesto a las canillas. Enciende el calefón y deja que se acumule una cuarta de
agua apenas tibia en la bañera así dispuesta. Las sábanas flotan pero
permanecen estiradas; cierra el grifo y, va en busca de los elementos que
reunió en la cocina.
Marcela
tendida sobre el lecho de agua, sigue inconsciente. El líquido enrojecido se
escurre por el sumidero renovándose con el chorro regulado de la canilla.
Inclinado sobre el cuerpo de la joven, Genoud limpia con cuidado las heridas,
desliza por la piel pálida la esponja embebida en agua jabonosa y Listerine.
Sus movimientos son lentos, concentrados. Mientras se afana en esa tarea,
murmura palabras tranquilizadoras en una continua letanía que se mezcla con el
rumor del agua.
Varios
minutos después, cierra la canilla y deja que la bañera se vacíe por completo.
El agua que se escurre es cristalina.
Al
amanecer Marcela suspira, deja escapar un sollozo y se vuelve en la cama.
Genoud comprende que la muchacha pasó de la inconsciencia al sueño fisiológico.
Se retrepa en la silla y sigue esperando sin apartar los ojos de la joven.
-No rendí.
No rendí mamá.- La palabras de la Marcela dormida se recortan nítidas en la
penumbra de la habitación. Está de costado; lleva puesta una camisa a la que
Genoud le quitó las mangas, los bajos de la prenda le cubren los muslos.
A las ocho
sigue lloviendo. Genoud teme abandonar la alcoba. Sabe que cuando despierte en
la habitación desconocida, la muchacha va a sentir pánico. No quiere que esté
sola cuando eso ocurra. Le arden los ojos, necesita orinar, ducharse, tomar una
gran taza de café. Y pensar. Indagar sus propias razones. Reflexionar sobre los
motivos por los que, en ningún momento, pensó en pedir ayuda, en usar el
teléfono y denunciar el hecho cumpliendo y, al mismo tiempo librándose de la
responsabilidad. Comprende vagamente que obró por intuición. Que su mente sintetizó
de algún modo la aparente ambigüedad de las circunstancias. Un hombre de
hábitos solitarios -se dijo- denuncia a la policía que a la una de la
madrugada, yace en el umbral de su puerta, una joven brutalmente golpeada,
desnuda, inconsciente, seguramente violada. Explica que él acaba de regresar de
un lugar donde, precisamente, se reúnen jóvenes y adolescentes; que se retiró
luego de un breve enfrentamiento con sus compañeros. Que, sin embargo, no
volvió directamente a su casa. Que, en efecto, bebió algo de alcohol; alguna
cerveza, un whisky con Ana -a la que también se vería obligado a involucrar- un
cúmulo, en suma, de datos ciertos pero ambivalentes que la suspicacia policial
utilizaría, sin duda en su contra. Sin embargo Genoud sabe que hay algo más.
Otros
motivos, más profundos y decisivos, que nada tienen que ver con la razón o el
temor.
Toda la
jornada le parece ajena. Se ve a sí mismo abandonando el pub, cortando abrupta
y enérgicamente una situación que no era nueva. Sabe que en otras ocasiones se
había resignado a ser objeto de las bromas cruzadas de sus compañeros. Nunca le
importó demasiado. Sabe también que su indiferencia nunca generó en la mirada
de Ana esa ansiedad temerosa que lo retuvo en la avenida. Nunca antes una mujer
lo miró así. Las mujeres, piensa.
Piensa en
si mismo pagando inútilmente su derecho a no estar solo. Sin apartar los ojos
de la cama, se ve, de regreso de uno de esos encuentros, aún más solo,
avergonzado, sintiendo que la parodia de una desconocida clausura de modo más
definitivo su aislamiento. Entonces, en una sola noche, una mujer lo mira, lo
retiene, le formula una promesa sin palabras. Y otra le es entregada, puesta en
sus manos ajena a toda voluntad, por un destino incomprensible.
La
muchacha es hermosa. Genoud se permite ese juicio por primera vez. Por primera
vez separa los componentes de su conmoción inicial. La sorpresa, la inmediata
conmiseración, la urgencia; pero también, la perturbadora desnudez de un cuerpo
de mujer; y su propia ansiedad, su deseo inmediatamente reprimido.
“Un amor a
primera lamida”. La frase lo golpea como algo material.
Es una
hembra violentada, poseída, apropiada por una avidez feroz y el recurso directo
a la fuerza física. Un ser bestial, piensa Genoud, se relame anónimo en un
lugar desconocido de la ciudad. El otro, enmascarado, acechante, más tenebroso
y complejo, se agazapa en mi cuerpo.