No
parecía tener más de 17 años. Lamenté que se hubiese inscripto. Nadie en el
grupo parecía menor de veinticinco. Lamenté que ese primer día hubiese elegido
sentarse al extremo de la mesa, enfrentándome. Decidí sin embargo, desde el
primer día, que no regularía mis charlas a su presencia. Le hablaría al grupo.
Sería, como otros años, un taller de narrativa para adultos.
Comencé como
siempre, informando cual sería el modelo básico de actividad. Apresurándome a
aclarar que nada podría sustituir a la lectura. “Todo lo que hagamos
acá será inútil si no hacen de la lectura un hábito permanente. Y probablemente
también será inútil, aunque lo hagan”. Como otros años terminé diciendo que en
un taller de escritura no se aprende a escribir, se aprende a borrar. “Habré
tenido éxito si al cabo de estas reuniones ustedes aprendieron a borrar”. Dos o
tres me miran serios, asintiendo, algunos sonríen. Ella tiene la vista baja.
Los indago uno por uno, les pido que me cuenten si están escribiendo, qué están
leyendo. La respuesta promedio es “sí, escribo, pero no sé, no tengo ninguna
técnica, escribo lo que siento” y “si, acabo de leer un libro de Saramago”
o “estoy por empezar a leer una novela de García Marques”. Ella sigue con la
vista baja, decido no exponerla. Hablo de Saramago, les digo que Alejo
Carpentier es el padre literario de García Marques, que es urgente leerlo.
Anotan, me piden algún título. Sienten el alivio de no seguir siendo
examinados. Entonces toma la palabra Borges. Siempre hay un Borges.
Siempre se declara lector asiduo de Cortázar. Y de Borges, claro. El
coro se anima. Es difícil, dicen, a Borges no lo entiendo, si yo leí una
poesía, si yo un cuento una vez en una revista, yo una vez intenté..
Entonces
comienzo a contarles “Ruinas Circulares” Comienzo sin preámbulos a contarles
ese cuento enorme. Borges, fatalmente, les gana, los captura, borra la mesa, el
recinto cerrado, los somete a la magia de la palabra. Cuando finalizo me aman,
creen que fui yo. Borges se ríe bajito en mi cabeza. Ella me mira.
Los despido,
“traigan algo escrito, aunque sea una lista de almacén ¡y lean! Caperucita
roja, lo que sea”. Me adoran, se despiden, me dicen algo individualmente, me
agradecen. Ella recoge su cuaderno rojo, lo desliza con cuidado en su bolso, se
aparta el cabello y me saluda en silencio. “Caperucita roja”
Había una
vez una niña buena. Una niña buena es como Caperucita. Sale larí lará con su
canastilla y al rato –es infalible- hay un lobo que muere de un hachazo.
No digo que
le aullé a la luna, pero era de madrugada cuando por fin logré quedarme
dormido, viendo como se apartaba el cabello de la cara.
El jueves
siguiente llovía. La lluvia, todos lo sabemos, es un invento literario. La
lluvia al atardecer, en otoño, es francamente una exageración. Era una lluvia
vertical y mansa que prometía deserciones. Un examen de ingreso definitivo,
propiciado por el clima. Los que no vinieran ese día, nunca escribirían nada.
Faltaron cuatro, Borges entre ellos. De azul estaba. Un tenue azul que se
agrisaba en el añil de su falda y en los hombros exaltaba el fulgor dorado de
su pelo. Tuve bastante éxito en no mirarla, en precipitarme a entrar
en materia luego de un breve saludo general. Llueve, dije. Me asomo a esa
ventana y les anuncio que llueve, represento así un estado del clima. Ustedes
no se detienen en esa palabra, pasan a través de ella hacia el objeto
representado, no ven la palabra, ven la lluvia. Eso es narrativa.
Pero
también puedo asomarme a esa maldita ventana y decir “la tarde está
llorando”. Habré logrado así representar un estado del clima. Pero,
ustedes se detendrán en esas palabras, y sentirán que, además, con ellas habré
expresado un contenido de conciencia, un estado de ánimo. Y lo habré hecho sin
referirme a él directamente. Eso es poesía. Por supuesto no estoy hablando del
mérito literario que tengan esos partes meteorológicos, sino del tipo de
discurso que utilizo en cada caso. No, no anoten nada. Volveremos sobre esto.
Lo haremos en concreto, sobre los textos que ustedes lean. ¿Escribieron? Todos
apartan la mirada, se reacomodan en su silla. No, no todos. No todos apartan la
mirada. Me descuido en ese vacilante murmullo. Esa renuencia general a romper
el hielo nos deja solos. Me pierdo en sus ojos. Me rescata Carlos “yo hice
esto… no lo terminé” lo maldigo lleno de gratitud. Me tiende un par de hojas,
me pide que sea yo quien las lea. Se reinstala el silencio, ahora es el
silencio de un alivio expectante. Tardo un segundo completo en
distinguir las palabras, en romper ese puente, en deshacer esa comunión. Leo en
voz alta la primera muestra de ese año de “Yo estaba sentado junto a la
vidriera de la cafetería” Leo registrando la puntuación un tanto espasmódica de
Carlos, su tediosa corrección sintáctica. Al quinto o sexto renglón el asunto
ingresa fatalmente en la zona reflexiva. El tipo sentado junto a la vidriera
nos duerme fijando en primera persona su posición ética frente al mundo, sus
vacilaciones metafísicas, su indignación frente a la injusticia, etc.. La
vidriera –especie de pantalla panorámica- le irá suministrando oportunas
muestras a sus cavilaciones. Un anciano solitario, un niño pobre, una mujer
sola en un banco de la plaza “que parece resignada a esperar eternamente”.
Interrumpo la lectura, los miro. A todos. Me gano así el derecho a volver a
mirarla. Es hermosa. Si ¿y qué? Nada. Alguien, seguramente yo, pregunta.
¿Cuántos años tiene el protagonista de lo que estoy leyendo? Carlos me mira
como para decir algo, lo detengo con un gesto. Entre cuarenta y cincuenta dice
Silvina, y se queda esperando los aplausos. Silvina es la que espera los
aplausos. Los espera cuando se sienta, cuando se quita la chaqueta, cuando
lleva los brazos hacia atrás y cuelga la prenda en el respaldo de su silla,
toda oferta y falsa modestia. Alejandra dice ”para mi tiene 17”, lo dice con un
ligero tono de interrogación para reforzar su velado castigo a Carlos que
sonríe comprensivo. Ella no habla. Sus ojos siguen en mi cara y no encuentro
otro lugar para ocultarme que no sea el maldito texto. Termino de leer y le
tiendo las hojas a Carlos sin mirarlo.
- Contame,
-le digo
-¿Cómo?
- Que
por favor me cuentes, que me cuentes lo que escribiste, yo no lo leí y quiero
que me lo cuentes.
-Entiendo
jaja bueno mi cuento habla de…
-Está bien-
lo interrumpo también sonriendo- el cuento dice que un tipo se sienta, mira por
la vidriera y piensa. Es el cuento de un tipo que está sentado pensando. Está
bien escrito, buen léxico, buena sintaxis. Muy bien. Carlos asiente
repetidamente
-Entiendo
–dice- no pasa nada.
Por fin la
cosa se pone bastante animada y hay diálogo entre ellos y Juan -que es el
tercer año que viene- dice que, lo bueno, es que el asunto se pueda montar en
la acción. Pero que es difícil. “Es difícil poner a alguien a
caminar, que se mueva, que haga cosas, en fin, que esté vivo”.
-Hagamos
algo -Lo digo sin pensar, un poco enojado, lo digo para ella, para que desista
para que no me mire con el abismo simétrico de sus ojos- Para la próxima
reunión traigan escrita una escena de sexo, una página. No se dejen tentar por
la alegoría. No será considerado como un texto definitivo, no deberán leerlo si
no quieren. Me interesa que trabajen, que se enfrenten con ese tipo de
dificultadas. Los espero el jueves. Gran murmullo general, alguna risa nerviosa
y un “ay yo no sé si me voy a animar” de Silvina que preferí no contestar.
Salieron animados conversando. No levanté la vista más allá de sus manos, del
cuaderno rojo que se deslizaba en su bolso con alguna morosidad. Permanecí
allí, sentado, repasando inútilmente la lista de asistentes
Subrayando
sin razón algún nombre. Oí como se cerraba la puerta y el silencio se instalaba
como una presencia material. Cuando la vi de pie, a mi lado, dejé de respirar.
Supe que cualquier palabra que yo dijera sería sólo cobardía. Giré en mi silla,
enfrentándola, entonces se acercó sin dejar de inmovilizar mis ojos con los
suyos, enormes, sabios, hermosos. Inclinó la cabeza y el pelo se le deslizó en
una lenta marea dorada. Nadie nunca me miró así, nunca estuve tan desnudo, tan
completamente indefenso. “Es que no voy a saber escribir eso” dijo y sentí que
ella respondía a una pregunta que me quemaba. Y que en esa respuesta temblaba
la más dulce de las súplicas.
No fui yo,
estoy seguro, no fue mi voluntad. Supe en ese instante que con ella todo sería
fatal. Mi mano buscó su mejilla porque hacía un millón de años que la buscaba.
Ella me dejó saber que estaba predestinada a mi caricia. Deslizó sobre mi mano
quieta toda esa dolorosa suavidad, giró lentamente su rostro acariciándome la
palma hasta que sus labios rozaron mis dedos. Y no morí. Hice algo mucho más
difícil: a los cuarenta años de creerme vivo, nací en su boca. “No
voy saber escribir eso. Y debo aprender, maestro”. Lo dijo cuando la abrazaba
para siempre.
De la mano
la llevé hacia la sala contigua y no encendí la lámpara. La lluvia atemperaba
la luz de la calle que se filtraba por los vidrios empañados. La guié hacia el
sillón y me arrodillé frente ella. No comprendí que mi cuerpo ya expresaba, así
de rodillas, la definitiva verdad que mi mente todavía se negaba a formular. Yo
monje. Pero impugnando aún las razones de mi credo, enumerando la imposibilidad
de ordenarme en una confesión en la que iniciarme sería
una paradójica profanación.
-Llueve.-
dije. Y nadie jamás dijo su pánico con tanta economía de palabras. Entonces
ella, por primera vez, me cuidó. Se dejó caer de rodillas enfrentándome, tomó
mi cara entre sus manos. Y me besó. Y le habló a mi boca.
-Quiero
aprender, amor.
La abracé,
me dejé caer en el sillón con ella en mis brazos. Yo aprendí. Ella sólo
descubrió lo que ya sabía. Mi mano guió la suya en ese itinerario de erizada
tibieza y ropa desprendida, de carne suplicante y palpitaciones. Mi sexo nació
en sus manos y el suyo en mi boca
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