viernes, 16 de mayo de 2014

El maestro


 No parecía tener más de 17 años. Lamenté que se hubiese inscripto. Nadie en el grupo parecía menor de veinticinco. Lamenté que ese primer día hubiese elegido sentarse al extremo de la mesa, enfrentándome. Decidí sin embargo, desde el primer día, que no regularía mis charlas a su presencia. Le hablaría al grupo. Sería, como otros años, un taller de narrativa para adultos.
Comencé como siempre, informando cual sería el modelo básico de actividad. Apresurándome a aclarar que nada podría sustituir  a la lectura. “Todo lo que hagamos acá será inútil si no hacen de la lectura un hábito permanente. Y probablemente también será inútil, aunque lo hagan”. Como otros años terminé diciendo que en un taller de escritura no se aprende a escribir, se aprende a borrar. “Habré tenido éxito si al cabo de estas reuniones ustedes aprendieron a borrar”. Dos o tres me miran serios, asintiendo, algunos sonríen. Ella tiene la vista baja. Los indago uno por uno, les pido que me cuenten si están escribiendo, qué están leyendo. La respuesta promedio es “sí, escribo, pero no sé, no tengo ninguna técnica, escribo lo que siento” y “si, acabo de leer un libro de Saramago” o “estoy por empezar a leer una novela de García Marques”. Ella sigue con la vista baja, decido no exponerla. Hablo de Saramago, les digo que Alejo Carpentier es el padre literario de García Marques, que es urgente leerlo. Anotan, me piden algún título. Sienten el alivio de no seguir siendo examinados.  Entonces toma la palabra Borges. Siempre hay un Borges. Siempre se declara  lector asiduo de Cortázar. Y de Borges, claro. El coro se anima. Es difícil, dicen, a Borges no lo entiendo, si yo leí una poesía, si yo un cuento una vez  en una revista, yo una vez intenté..
Entonces comienzo a contarles “Ruinas Circulares” Comienzo sin preámbulos a contarles ese cuento enorme. Borges, fatalmente, les gana, los captura, borra la mesa, el recinto cerrado, los somete a la magia de la palabra. Cuando finalizo me aman, creen que fui yo. Borges se ríe bajito en mi cabeza. Ella me mira.
Los despido, “traigan algo escrito, aunque sea una lista de almacén ¡y lean! Caperucita roja, lo que sea”. Me adoran, se despiden, me dicen algo individualmente, me agradecen. Ella recoge su cuaderno rojo, lo desliza con cuidado en su bolso, se aparta el cabello y me saluda en silencio. “Caperucita roja”
Había una vez una niña buena. Una niña buena es como Caperucita. Sale larí lará con su canastilla y al rato –es infalible- hay un lobo que muere de un hachazo.
No digo que le aullé a la luna, pero era de madrugada cuando por fin logré quedarme dormido, viendo como se apartaba el cabello de la cara.

El jueves siguiente llovía. La lluvia, todos lo sabemos, es un invento literario. La lluvia al atardecer, en otoño, es francamente una exageración. Era una lluvia vertical y mansa que prometía deserciones. Un examen de ingreso definitivo, propiciado por el clima. Los que no vinieran ese día, nunca escribirían nada. Faltaron cuatro, Borges entre ellos. De azul estaba. Un tenue azul que se agrisaba en el añil de su falda y en los hombros exaltaba el fulgor dorado de su pelo. Tuve bastante éxito en no mirarla, en  precipitarme a entrar en materia luego de un breve saludo general. Llueve, dije. Me asomo a esa ventana y les anuncio que llueve, represento así un estado del clima. Ustedes no se detienen en esa palabra, pasan a través de ella hacia el objeto representado, no ven la palabra, ven la lluvia. Eso es narrativa.
 Pero también puedo asomarme a esa maldita ventana y decir “la tarde está llorando”.  Habré logrado así representar un estado del clima. Pero, ustedes se detendrán en esas palabras, y sentirán que, además, con ellas habré expresado un contenido de conciencia, un estado de ánimo. Y lo habré hecho sin referirme a él directamente. Eso es poesía. Por supuesto no estoy hablando del mérito literario que tengan esos partes meteorológicos, sino del tipo de discurso que utilizo en cada caso. No, no anoten nada. Volveremos sobre esto. Lo haremos en concreto, sobre los textos que ustedes lean. ¿Escribieron? Todos apartan la mirada, se reacomodan en su silla. No, no todos. No todos apartan la mirada. Me descuido en ese vacilante murmullo. Esa renuencia general a romper el hielo nos deja solos. Me pierdo en sus ojos. Me rescata Carlos “yo hice esto… no lo terminé” lo maldigo lleno de gratitud. Me tiende un par de hojas, me pide que sea yo quien las lea. Se reinstala el silencio, ahora es el silencio de un alivio expectante. Tardo  un segundo completo en distinguir las palabras, en romper ese puente, en deshacer esa comunión. Leo en voz alta la primera muestra de ese año de “Yo estaba sentado junto a la vidriera de la cafetería” Leo registrando la puntuación un tanto espasmódica de Carlos, su tediosa corrección sintáctica. Al quinto o sexto renglón el asunto ingresa fatalmente en la zona reflexiva. El tipo sentado junto a la vidriera nos duerme fijando en primera persona su posición ética frente al mundo, sus vacilaciones metafísicas, su indignación frente a la injusticia, etc.. La vidriera –especie de pantalla panorámica- le irá suministrando oportunas muestras a sus cavilaciones. Un anciano solitario, un niño pobre, una mujer sola en un banco de la plaza “que parece resignada a esperar eternamente”. Interrumpo la lectura, los miro. A todos. Me gano así el derecho a volver a mirarla. Es hermosa. Si ¿y qué? Nada. Alguien, seguramente yo, pregunta. ¿Cuántos años tiene el protagonista de lo que estoy leyendo? Carlos me mira como para decir algo, lo detengo con un gesto. Entre cuarenta y cincuenta dice Silvina, y se queda esperando los aplausos. Silvina es la que espera los aplausos. Los espera cuando se sienta, cuando se quita la chaqueta, cuando lleva los brazos hacia atrás y cuelga la prenda en el respaldo de su silla, toda oferta y falsa modestia. Alejandra dice ”para mi tiene 17”, lo dice con un ligero tono de interrogación para reforzar su velado castigo a Carlos que sonríe comprensivo. Ella no habla. Sus ojos siguen en mi cara y no encuentro otro lugar para ocultarme que no sea el maldito texto. Termino de leer y le tiendo las hojas a Carlos sin mirarlo.
- Contame, -le digo
 -¿Cómo?
 - Que por favor me cuentes, que me cuentes lo que escribiste, yo no lo leí y quiero que me lo cuentes.
-Entiendo jaja bueno mi cuento habla de…
-Está bien- lo interrumpo también sonriendo- el cuento dice que un tipo se sienta, mira por la vidriera y piensa. Es el cuento de un tipo que está sentado pensando. Está bien escrito, buen léxico, buena sintaxis. Muy bien. Carlos asiente repetidamente
-Entiendo –dice- no pasa nada.
Por fin la cosa se pone bastante animada y hay diálogo entre ellos y Juan -que es el tercer año que viene- dice que, lo bueno, es que el asunto se pueda montar en la acción. Pero que es difícil.  “Es difícil poner a alguien a caminar, que se mueva, que haga cosas, en fin, que esté vivo”.
-Hagamos algo -Lo digo sin pensar, un poco enojado, lo digo para ella, para que desista para que no me mire con el abismo simétrico de sus ojos- Para la próxima reunión traigan escrita una escena de sexo, una página. No se dejen tentar por la alegoría. No será considerado como un texto definitivo, no deberán leerlo si no quieren. Me interesa que trabajen, que se enfrenten con ese tipo de dificultadas. Los espero el jueves. Gran murmullo general, alguna risa nerviosa y un “ay yo no sé si me voy a animar” de Silvina que preferí no contestar. Salieron animados conversando. No levanté la vista más allá de sus manos, del cuaderno rojo que se deslizaba en su bolso con alguna morosidad. Permanecí allí, sentado, repasando inútilmente la lista de asistentes
Subrayando sin razón algún nombre. Oí como se cerraba la puerta y el silencio se instalaba como una presencia material. Cuando la vi de pie, a mi lado, dejé de respirar. Supe que cualquier palabra que yo dijera sería sólo cobardía. Giré en mi silla, enfrentándola, entonces se acercó sin dejar de inmovilizar mis ojos con los suyos, enormes, sabios, hermosos. Inclinó la cabeza y el pelo se le deslizó en una lenta marea dorada. Nadie nunca me miró así, nunca estuve tan desnudo, tan completamente indefenso. “Es que no voy a saber escribir eso” dijo y sentí que ella respondía a una pregunta que me quemaba. Y que en esa respuesta temblaba la más dulce de las súplicas.
No fui yo, estoy seguro, no fue mi voluntad. Supe en ese instante que con ella todo sería fatal. Mi mano buscó su mejilla porque hacía un millón de años que la buscaba. Ella me dejó saber que estaba predestinada a mi caricia. Deslizó sobre mi mano quieta toda esa dolorosa suavidad, giró lentamente su rostro acariciándome la palma hasta que sus labios rozaron mis dedos. Y no morí. Hice algo mucho más difícil: a los cuarenta años de creerme vivo, nací en su boca.  “No voy saber escribir eso. Y debo aprender, maestro”. Lo dijo cuando la abrazaba para siempre.
De la mano la llevé hacia la sala contigua y no encendí la lámpara. La lluvia atemperaba la luz de la calle que se filtraba por los vidrios empañados. La guié hacia el sillón y me arrodillé frente ella. No comprendí que mi cuerpo ya expresaba, así de rodillas, la definitiva verdad que mi mente todavía se negaba a formular. Yo monje. Pero impugnando aún las razones de mi credo, enumerando la imposibilidad de ordenarme en una confesión en la que iniciarme sería una  paradójica profanación.
-Llueve.- dije. Y nadie jamás dijo su pánico con tanta economía de palabras. Entonces ella, por primera vez, me cuidó. Se dejó caer de rodillas enfrentándome, tomó mi cara entre sus manos. Y me besó. Y le habló a mi boca.
-Quiero aprender, amor.
La abracé, me dejé caer en el sillón con ella en mis brazos. Yo aprendí. Ella sólo descubrió lo que ya sabía. Mi mano guió la suya en ese itinerario de erizada tibieza y ropa desprendida, de carne suplicante y palpitaciones. Mi sexo nació en sus manos y el suyo en mi boca



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