Una prueba de que las cosas no son como debieran, es que junto a mi casa
se obstinan en vivir dos tías viejas y encantadoras que riegan el jardín y se
dejan estafar por el fontanero. Me quieren y se muestran preocupadas por mí, que vivo
solo. Siempre están juntas y, una
vez por mes, llaman a mi puerta y me obsequian una bandeja de escones
primorosamente envueltos en un paño blanco “Para el té” dicen y siento ganas de
llorar, abrazarlas y
pegarme un tiro. La segunda vez, hace ya más un año, decidí que debía tomar té.
Al mes siguiente, cuando se presentaron a mi puerta, les pedí que por favor esa
tarde me acompañaran. Desde entonces, puntualmente, el primer viernes de cada
mes pongo flores frescas en el jarrón y me esmero en un servicio que seguramente copié de alguna novela
de Jane Austen. Nos sentamos en torno a la mesa de la sala y departimos
amablemente sobre las alternativas del clima, sobre las azaleas, que este año
prosperan tardías, sobre los beneficios del zumo de naranjas en el desayuno “en
particular ahora que el frío”. Ellas deslizan sus recomendaciones así, de uno
modo tangencial, indirecto, como si prodigarme algún cuidado fuese un abuso de
confianza. Me debilitan, las amo, Soy bueno los primeros viernes de cada mes.
Hoy es sábado, el primero de un mes de mayo gris y
temperamental. Las flores en el jarrón comienzan a resignarse. Yo no. Sigo
esperando y no me animo a salir de casa.
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