sábado, 31 de mayo de 2014

El ángel de piedra

Estábamos en Plaza Moreno sentados cerca del ángel de piedra. Era verano, anochecía.
Nora estaba callada, un silencioso monólogo del que  expondría sus conclusiones confiando en que yo  habría seguido el hilo de  su razonamiento. “Vos sos el tipo que una quiere tener como amante, no para casarse”.
-Acepto- dije serio, para aligerar el impacto, para cambiar el tenor de ese dictamen, para que el anochecer se demorara.  Ella sonrió por educación. Nora es educada. Dura como el acero. Pero educada. Metálica, con ese ingobernable torrente de rizos de cobre que usa como pelo. La odié.
-Aunque no entiendo- agregué
-Si entendés.
-Decime más
-Pidamos café. Hay un rango de amor que es insostenible, nocturno (no hablo de horarios). Hablo de que está ahí, agazapado, como en la oscuridad. Las mujeres siempre están traicionando a sus maridos con ese amor. Aunque jamás les sean infieles. Incluso aunque no lo sepan.
-Decime más
- ¿Para qué? Si vos sabés. Vos que leíste hasta la guía telefónica de Uganda ¿Te imaginas a Romeo y Julieta casados?
-Entiendo- dije- Pero hay un error en tu teoría. Y es que ella… yo necesito ser las dos cosas. Quiero protegerla, cuidarla porque le duele la panza, abrigarla porque hace frío. Y También salir al jardín, trepar al maldito balcón y arrancarle las bragas.
-Este café lo invito yo- dijo Nora y alzó la taza como brindando –Mira- continuó –El problema es que para poder hacer eso, tenés que estar. Estar para arroparla, o alcanzarle la paratropina. Estar, vos me entendés. Regresar a la cueva con el ciervo colorado y disponerte a guardar la entrada, no sea cosa que el puma o los acreedores. Mientras ella, el hogar encendido, tiende la mesa o descuelga a la cría que se trepó a la pared en un descuido, viste como son los chicos. Estar. Una es Vilama. Y Pedro Picapiedras es el tipo que está. Un marido debe ser alguien que una pueda dar por seguro, algo con lo que una cuenta. Algo que una tiene.
-¿Y?
-Y eso, que una sueña con lo que no tiene. Ojo, no hablo de sexo. Mira, Vilma lo quiere a Pedro, y le da todo. Hasta se pone las bragas y espera, condescendiente y risueña, que Pedro suba al balcón y se las arranque. Después, él duerme. Y ella sueña… Con vos (digo “vos” genéricamente)
- Bueno. Ahora hablame de mí (genéricamente), que me encanta
-Vos no estás. Sos el que no está. Te digo más: no existís. Eso, sin ofender, es tu virtud principal.  Esa cualidad evanescente, como de alguien que desaparece, que siempre está yéndose.
Pero… –acá viene la parte que te va a gustar- antes de desaparecer, le mostrás a Vilma que el mundo, la vida y todo el elenco, pueden tener una intensidad y una plenitud que los domésticos –y queridos- ronquidos de Pedro nunca podrán alcanzar. Pedro es un texto que ella relee confiada cada día. Vos,  una página en blanco donde ella escribe lo que quiere con afiebrada imaginación. Se te enfría el café.
 -¿Puedo hacerte una pregunta?
- No. Pero igual te la voy a responder: Soy una niña encantadora de 39 años…
- Preciosa
-Por supuesto. Pero Vilma, a los 39, incluso un poco antes, se deja ganar por el pragmatismo, la paratropina  y todo eso. Además, los ases de colágeno empiezan a ceder. Y para soñar, una  debe sentir que también es un sueño.
-O sea que termina por ganar Pedro
-Si, claro… salvo que a ella, de vez en cuando, al anochecer se le cae una lágrima escuchando a Sabina.
Me quedé callado. La cara de la mujer que amo ocultó a Nora, eclipsó al ángel de piedra. Sus ojos  desbarataron el anochecer. 
-Seré Pedro- dije- Y aprenderé a cantar.



viernes, 30 de mayo de 2014

Fotos (La fragua de las letras- 2013)


-Mire Ferreira, esta foto la tomó el oficial Ludueña. Lo hizo siguiendo el protocolo, ya sabe cómo es, la escena, el entorno, el perímetro y todo eso. Mírela, dígame que ve.´
-Bueno… parece ser alguna playa del sur, yo diría… La serena.
-Bien Ferreira, siga
-Diría que son… las dos de la tarde, las sombras se ven casi verticales, apenas se proyectan hacia el oeste. La mujer parece estar entre los 35 y los cuarenta, no es turista. Lleva un atuendo discreto. No está para que la miren, está mirando…
-Usted es de los míos, Pereira. Siga
-Parece haberse detenido circunstancialmente, como si hubiera decidido descansar un momento. Hace poco que está sentada en el peñasco;  tiene la espalda erguida, no se desprendió de la cartera… o del bolso, que lleva cruzado en bandolera. Está de paso… Si, cuarenta años. Ese sombrero es para protegerse del sol… digamos funcional, nada de coquetería y eso. Es un día laborable, la playa está desierta…
-Me va a hacer llorar, Ferreira. ¿Tiene algo más?
-Puede ser principios de otoño, hay algún amarillo en el árbol.
-Bien, Ferreira. Usted va a hacer carrera. Ahora le diré el resto, lo que no está en la foto:
A espaldas de la mujer, más allá del árbol, se abre un sendero de guijarros y, cruzando la calle, hay tres escalones de piedra gris que suben a la casa. El cuerpo está en la sala. Un solo disparo al corazón. El tipo, cincuenta años, grueso, casi no sangró. Murió en el acto. Se desplomó sobre el sofá sin soltar el vaso de whisky. Todo fue rápido, limpio y completamente inesperado
-¿La mujer?
-La mujer, Ferreira. Cuarenta y dos años, residente. Fue a principios de otoño. Nos estaba esperando. La interrogó García. La mujer dijo que estaba en el lugar hacia menos de media hora; que no había oído ninguna detonación. Sólo el ruido de una moto que salió de la casa hacia el centro comercial “uno de esos chicos de pelo largo y ropa ajustada. Negra, la moto era negra” .Dígame qué hicimos, Ferreira.
-Buscaron a un tipo de pelo largo, en una moto negra.
-Usted va a hacer carrera, Ferreira. Detuvimos a siete motociclistas, uno era mujer. Tres horas después volvimos a la escena. García entró conmigo. Miró un poco el fiambre. Después levantó la vista. Entonces vi que se ponía rojo, la mirada fija en un porta retrato.
-La mujer
-La mujer, Ferreira, la mujer. Todavía la estamos buscando.


jueves, 29 de mayo de 2014

Anochecer


Vení. Juntá algunos petates y venite. O no juntes nada, que acá hay de todo y lo que no, lo inventamos. Vení, que hasta árboles tengo; y si te asomás a esa ventana (medio de costado) podés ver el mar. Vení, que inundamos la casa de aroma a pan tostado, a café; dale, que amaso unos tallarines y vos te inspirás y le das un toque francés a esto que borbotea en la olla de barro. Si venís, hay pájaros, un verdadero despelote ornitológico al atardecer, con gaviotas blancas que vuelven al mar desde los sembradíos y un lechuzón que planea bajo y te mira como diciendo qué carajo. Y tiene razón, qué carajo. Cómo no vas a venir, si de noche, el mar ruge una bronca mitológica y te cuenta historias de naufragios igualitarios, un perpetuo Titanic de traficantes y esclavos y virreyes y frágiles doncellas que venían de ponerle los cuernos al señor marqués. Vení, que el viento sacude los postigos y me echa a volar el archivo completo de la memoria y entonces minga de recuerdos selectivos y mejor esto no, mejor esto otro, tan cuidadoso como es uno a la hora de planificar defunciones y borrar tu cara para no agarrarme a patadas con el espejo. Si venís, bajamos a la playa al amanecer, cuando el sol todavía es un barco incendiado en el horizonte y pinta de rojo los caracoles, los cangrejos muertos y la jeringa descartable (mirá si serán hijos de puta). Tenés que venir, no sé si me  explico, porque anoche llovió; porque mañana el mar parece de plomo líquido; porque en el cine están dando una de Brian De Palma y me sobran las palomitas; porque por la peatonal hay señoras gordas con perritos pekineses, y ejecutivos llevando del brazo a la nena silicona de ojos ávidos. Los podemos criticar lo más bien, mientras nos metemos en la cafetería a comer 42 medialunas. De veras vení. Mirá que estoy escribiendo una novela famosa y todavía no sé de qué se trata; que a veces, me parece que es tu risa contenida, y no es cuestión de andar buscándote descalzo por toda la casa. Vení, subite a un avión, o mejor montate en un camello así vuelvo a creer en los reyes. Apurate, traé tu pelo, tu boca, tus ojos; que acá tiene por costumbre anochecer y es tan ancha la cama, que me duelen las palmas de no encontrarte en lo oscuro.


Saber

Tendido en la reposera bajo el tamarindo, dejé que la noche avanzara sobre el jardín. No estaba leyendo, debí quedarme dormido. No vi el capítulo en que los colores primero se exaltan, y luego, en el  final del ocaso, se resignan a esa democracia de semitonos más bien promiscua  que, por último, muere de indiferencia. No vi nada. De pronto era la noche. Una noche de verano, lunes, o sábado. Digamos jueves. Hacía como ochenta grados centígrados y dos décimas. Los hectopascales estaban enfurecidos, ni una gota de viento, nada que moviera las hojas del perejil. En fin, una ardiente noche  de martes, sin un miligramo de brisa, un cielo bajo, insomne. No tiritaban azules los astros a los lejos. La luz de la luna apenas lograba iluminar la celulitis a unas nubes gordas, de un catolicismo militante y vanidoso. Un asco. Y el teléfono estaba sonando en la sala.
Mientras pensaba en abandonar la reposera y atender el llamado, el maldito aparato dejó de sonar. Era la segunda vez que ocurría en la última media hora. Diez minutos después volvió a sonar, y atendí.
-Hola
-Diosss!!
-Si- dije- soy yo
-¿No vas a venir?- Era Alejandra, mi hermana, enojada o casi. Entonces recordé la reunión en Dexter. Definitivamente era viernes
-Estaba saliendo para allá- Yo no mentía. O sí. Pero sólo por unos minutos. Iría. En cuanto encontrara una camisa saldría volando hacia la jodida cafetería- Llego en quince- dije sintiéndome completamente idiota “llego en quince” odio esos modismos estandarizados.
Mi hermana estaba diciéndome algo
-¿Qué?
-Están Mariela y Ricardo que quieren conocerte. Y Patricia llamó que va a llegar dentro de un rato.
-¿Patricia?
-Si. Que tiene una hija que también escribe, yo te conté…
-Ah, si. Bueno, en veinte minutos estoy ahí
Tardé cuarenta y cinco. Lo que más me costó fue la camisa, y estacionar a menos de quinientos metros del local.
Todo el mundo estaba en Dexter. Alejandra con sus amigos ocupaba una de las mesas de la vereda. Pensé en escapar, pero ya era tarde. Me había visto y agitaba la mano sonriendo. Amo a mi hermana, pero ella le dice a todo el mundo que soy un tipo brillante, un genio. Y es verdad. Pero la mayoría de las veces no tengo ganas de serlo. Avancé entre las mesas extrañando el tamarindo, sabiendo que debería ser un genio para no frustrar las expectativas que, seguro, mi hermana había generado entre sus amistades. No le podía fallar, ella no me lo perdonaría.  Imaginé una de esas escenas donde el amo quiere mostrarle a un amigo las habilidades de su perro “¡Sit Boby, sit!” Y el maldito caniche ni bola, “dame la patita” y el hijo de puta, nada. No, no podía hacerle eso. Sería un genio. Además, ser un genio cuando todo el mundo lo da por sentado, es fácil. No hay que hacer nada, ni siquiera respetar las reglas de urbanidad mientras uno estrecha una mano, dice “hola” a destiempo, besa alguna mejilla, mira con desconcierto el lugar, mostrándose un poco intimidado. Claro, uno baja del Olimpo y cae en la vereda del Dexter atestada de simples mortales. Y así. Mi hermana estaba exultante, sonreía. Pensé en asesinarla
-…Y ella es Daniela, hija de Patricia. Es escritora
-Oh- dije sin mentir. Le estreché la mano –carajo- murmuré mirándola a los ojos.
 Eso fue genial. Lástima que mi hermana sintió que debía traducirlo
-¿Viste qué hermosa?- dijo con voz de tía orgullosa. Daniela se dejó rodear los hombros por el afectuoso brazo de mi hermana. No dijo nada pero supe que ya éramos dos pensando en el asesinato.
Nos sentamos. Ricardo me tendió un chop de cerveza que acepté asintiendo. Era un tipo sonriente, elegante, de un blanco teta, bancario hasta las lágrimas. Supe enseguida que Mariela, su mujer, le elegía la ropa. Pero bueno, él había elegido a Mariela o –en todo caso- se había dejado elegir por ella. No podía ser un idiota completo. Ella era afilada, nítida, de límpidos ojos negros. Nunca sería fácil desnudarla. Pero valía el esfuerzo. Además, pensé, una vez desnuda, lo verdaderamente difícil sería volver a vestirla. Era de esas. Dios, lo que sé de mujeres es impresionante. Era bella, debía serlo de verdad para que yo pudiera verla después de haber mirado los ojos de Daniela. En ese momento no los estaba mirando, pero los sentía. Entonces mi hermana me pidió la patita
-¿Qué hacías, Carlos?
-Estaba en el jardín, organizando una expedición al polo sur
-Si, ja ja este calor es impresionante- Lo dijo Patricia que-tiene-una-hija-que-también-escribe
-Esto termina mal- afirmó Ricardo mirando el cielo- Mientras no sea como lo de abril…
-¡Ay no!
No sé quién lo dijo. Todos hablaron al mismo tiempo.  En abril nos había golpeado un  tornado. Ocho meses después, el tema seguía ocupando los primeros puestos de rating. Aproveché el entusiasmo para acabar con mi cerveza  y seguir sintiendo sus ojos.  Daniela, luz, ojos, silencio, sostén ausente, renacentista. Mientras el tornado se abatía sobre la mesa, en medio de un estruendo de árboles desarraigados “¡un espanto!”, tejados voladores “¡horrible!” y el estallido de cristales “¡no sabés qué cagaso!”, en medio de ese fragor, ella, en voz baja, dijo “Tengo hambre”. ”¿Dulce o salado?” pregunté sin mirarla. “Áspero” dijo, y el amor me golpeó como una maza.
De pronto, aún rodeado de personas, uno descubre que no está solo. No sé. Supe en ese momento, que bastaría tomarnos de la mano sin decir una palabra, alejarnos entre las mesas  y perdernos en la noche. Lo supe porque soy un genio. Y ser un genio no tiene nada que ver con entender, y menos aún con explicar. Ser un genio es saber. Y yo supe.


miércoles, 28 de mayo de 2014

Naranjas

   N A R A N J A S



-...tracé un mapa de Alemania y comprobé que no se ajustaba a la realidad. Durante cinco años intenté corregir la geografía del país. El maldito se obstinó en no parecerse a mi mapa. Entonces, claro, el divorcio. Una historia repetida.
-¿Y Alemania?- pregunté. Ana fijó la vista en el cielorraso y sonrió
-Volvió a casarse. Se casó sospechosamente rápido con Alejandra. Son felices y no comen perdices. Ella es vegetariana.
-Se puede ser feliz comiendo zanahorias- razoné, y pregunté -todavía lo...Disculpame -dije enseguida- tengo menos tacto que un ladrillo-. Ella se incorporó en la cama y me dibujó el perfil con un dedo tibio.
-Estaba enamorada de mi propio mapa- dijo.
Nos quedamos callados.
Al rato dije:
-Esto de andar probándole el mapa a los..
-No seas idiota -cortó- esto es diferente.
Si -dije y hundí mi cara entre sus pechos. Recomiendo hundir la cara entre los pechos de alguien cuando no quieran discutir.
 Cuando despierto, Ana no está. Creo que en ese orden. A veces sospecho que, cuando Ana no está, me despierto.
   Tenía hambre. Me levanté, comí una naranja y tomé café. Lo aprendí leyendo a Francoise Sagan. Pruébenlo; conviene que la naranja esté fría y el café muy caliente. Es como tragarse un intercambio de opiniones. Una ducha escocesa en la garganta.
    Tiene ojos verdes, Ana. Uno es convencional. No soportaría que tuviese verde ninguna otra cosa. Estuvo a punto de arrollarme con su auto. Yo cruzaba distraído a mitad de la calle. Me paralizó la frenada. Durante unos instantes ella siguió, el auto detenido, mirando al frente, las manos tensas en el volante. Finalmente abrió la ventanilla y dijo en tono didáctico:
-Es un esfuerzo, pero hay que hacerlo: Hay que intentar ser menos imbécil. Yo asentía en silencio, como un alumno asustado.
-A veces es difícil- insistió.
-Me llamo Carlos- dije. Ella cerró los ojos e inhaló con fuerza.  
-Ahora comprendo- dijo - eso lo explica todo.
 Puso en marcha el auto y se fue.
No se fue. Acepto cualquier explicación. Lacaniana, segismundiana, cualquiera. Estuvo a punto de matarme; me fulminó con los ojos -que ya eran verdes- me insultó y me dejó parado al borde de la calle sintiéndome magníficamente idiota. Más claro imposible. La llevé conmigo.
Pero al principio no me di cuenta.
En los días siguientes me descubrí haciendo todo por ser atropellado, preferiblemente por sus ojos. Nada. La misma hora, el mismo lugar. Nada. Por último me encogí mentalmente de hombros y me olvidé. Esa clase de trampa.
El segundo incidente de tránsito, fue en la escalera del centro comercial. Ella bajaba, yo subía. Me detuve en seco. Alguien que subía detrás de mí, estuvo a punto de derribarme. Ella se tapó la cara con las dos manos y se rio.
-Van a tener que encerrarte- dijo.
-Ya estoy preso- murmuré. Entonces su risa se convirtió en carcajada. Sentí ganas de estrangularla.
¿No es lindo? ¿No es una especie de comedia yanqui? ¿Sí? Mátense. Ana no existe.
Todo lo demás es cierto. Es cierto que anda por ahí fulminando de verde a los idiotas que se cruzan en su camino y hasta es cierto que lleva consigo el mapa de un país imposible. Pero no existe. Listo. Ya está. El simple expediente de aniquilarla me resucita. Otra muchacha que corre detrás de sí misma. Narcisismo. Ese capítulo. No me teme; no le duelo; no logro confundirla. No existe.
Dentro de una hora va a dejar que otra vez respiremos juntos. Va a entrar, me va a besar fugazmente, va a arrojar una carpeta o un rollo de papeles en alguna parte, se va a desmoronar en un sillón, la cabeza hacia atrás, exhalando con fuerza.
-Estoy loca- va decir.
-Por supuesto- voy a responder.
-¿Cómo estás?- y cualquiera podría suponer que espera una respuesta. Pero va a seguir hablando sin darme tiempo.
-La arquitectura es música congelada- va a declamar con ironía. Este proyecto es un ejemplo. Gargiulo metió una tarantela en el freezer y se quedó esperando la ovación.
-¿Gargiulo?
-Una cree que lo que el tipo usa es un par de anteojos. Pero no. Es un maldito sostén. Tenés que ver qué mierda
-Me encantaría- digo, como para recordarle que estoy ahí. Entonces, el milagro: Me mira y sonríe
-Mi amor- dice, y siento ganas de ser un cachorro y mover la cola.
 Mientras se ducha, me dedico a exprimir naranjas con una energía que sorprende. Si quieren que les exprima algo, procuren traérmelo cuando Ana se esté duchando. Un almohadón, un adoquín, un cerebro.
En mi cama, boca abajo, envuelta en una toalla, me va a oír llegar con la bandeja donde los vasos casi no tintinean; va a palmear el cobertor junto a ella; voy a sentir ganas de arrojar la bandeja por la ventana pero, en cambio, la voy a apoyar con cuidado en la alfombra y voy a llenar un gran vaso con jugo de naranjas reventadas y hielo.
-Tendrías que deshacerte de mí- dice seria, cuando le alcanzo el vaso.
-Por supuesto- repito, siempre creativo.
Ahora está recostada contra los almohadones. Lo único que tiene puesto es el vaso empañado y los ojos verdes que también, y me miran.
-Carajo- pienso. Porque, convengamos: Nunca es un empate. Siempre es Juan queriendo a Betina y Betina aceptando ser querida por Juan. O a la inversa. Siempre uno intentando el abordaje o dejándose abordar. Los empates los escribe Shakespeare. Y son una tragedia.
La culpa la tiene mi mamá- digo.
-Muy bien- me aplaude seria -creo que podemos darle el alta. Vení- sigue -quiero que te acuestes. Que nos quedemos quietos y callados
Desnudos en la oscuridad. Primero el pánico de no verte. Sentirme precipitado a reconstruirte, a modelarte en la sombra. A temer que solo sea otra noche en la que me condeno a vaciar anhelo y bronca en un molde de minuciosa memoria, exacto remedo de tu cuerpo y tu cara pero mudo e intangible. Entonces, primero mi mano buscándote, jurándome que, nada más, necesito esa confirmación. Y mintiéndome, claro.


lunes, 26 de mayo de 2014

La pensión

     Contame una historia donde él acaba de cumplir veinticuatro y ya hace diez que trabaja en la construcción. Una donde lo contrató un tal Corradini porque sabe que trabaja duro y no mira el reloj.
     A él ponele un nombre que apenas suene, algo neutro incapaz de concitar una imagen que perturbe mi propia idea: Un tipo que todavía se asombra, sobre todo con los ojos, tiene manos grandes que lo incomodan un poco cuando no está trabajando. Dale algún color de esos que se mimetizan con todo el espectro, tierra sombra o siena tostado y, si es invierno, algún pudoroso azul en el abrigo que le queda chico.
     Me parece que tiene que ser invierno, así cuando entra a la pensión que le recomendó Corradini, lo desazona una tibieza que huele a querosén y entonces vacila, pero ni se entera que es porque ese olor y ese calor tienen que ver con su infancia, apurada en alguna provincia. Que al final se decida y pague por adelantado sin preguntar nada. La pensión es limpia y, por favor, sin malvones. En la pieza hay una cama de hierro un poco corta; un ropero de dos puertas y una mesa con mantel y todo. Hay un calentador.
-Para el mate -le dice la mujer, que piensa en algún guiso improvisado. No sabe que para él la orden es terminante.
     Ahora que se quede solo en la pieza y no tantee el colchón, que abra el bolso y saque con cuidado la ropa, incluso una camisa sin estrenar; todavía envuelta en celofán que cruje. El equipo de mate en una caja de metal y nada más, para no agigantar el bolso.
     Que se instale con algún gesto meticuloso que delate su costumbre de estar solo; dejalo ahí, calentando el agua que sacó de la canilla del baño. El mate preparado.
     Ahora mostrame la pensión desde arriba para que yo vea que del otro lado del tabique, donde está la cama, hay otra. Y que esos diez centímetros de mampostería son una frontera ínfima y ambigua, que las separa y al mismo tiempo las une. De hierro la de él, todavía intacta, y la otra también de hierro, pero con alguna blandura de flores pálidas en el cubrecamas y quizá  otro detalle mínimo (pero definitivo) como una hebilla para el pelo.
     Dejame ahí arriba, abismado, convertido en un dios impaciente, esperando que ya estén los dos, acostados pero despiertos; separados pero juntos.
    Hablame del frío y de la cal. Decime que a ella el frío le marca los pezones en la camiseta que se puso para dormir y a él la cal le parte las manos. No digas más. Él se acuesta sintiendo sus palmas hambrientas de suavidad y ella se demora en el espejo, los pechos ávidos de calor y el gesto detenido porque acaba de oír un gemido metálico al otro lado del tabique. Con eso es suficiente: ella va a terminar de cepillarse el pelo y cuando deje caer el cepillo, él va a mirar el tabique por primera vez y hasta quizá lo toque con el dorso de la mano.
    Ahora contame cómo va elaborándose ese diálogo secreto, ese código de golpecitos y de toses. Cómo en la noche sin luna el chasquido de un fósforo y el roce de unos dedos, inventan un idioma que pone en fuga la soledad y aniquila el frío.
    Mañana ella va a atreverse a una pizca de carmín y él va a desgarrar el celofán sin pesadumbre.
   Que duerman. Pero contame que los dos siguen atentos, para que las pesadillas fracasen. Los dos vueltos hacia el tabique cada vez más delgado.
   Que duerman, sí.
Y que la palabra amor no figure, de puro innecesaria.



domingo, 25 de mayo de 2014

La mesa

Esa mesa, junto a la columna… Venían en horarios en que el local está prácticamente vacío. Se iban antes de la hora punta. Al principio no me di cuenta. Pero, al mes, me encontré esperando la llegada de uno u otro con la certeza del que espera el amanecer. Sabía que cuando ella se marchara llegaría él y ocuparía la mesa. A veces era él quien llegaba antes. Cuando se iba, me apresuraba a retirar el servicio. Ella no demoraría… y buscaría ese lugar. Se sentaría enfrentando la avenida. Él, en cambio, invariablemente le daba la espalda a la calle, como si rehuyera la luz del día. Era un hombre de edad incierta. Si tuviera que definirlo por un color, diría gris; un gris atravesado por algún fulgor azul en la mirada. Ordenaba con amabilidad y voz grave. Casi nunca otra cosa que  café, algún brandy los días en que se empañaban lo cristales. Pero lo dejaba casi intacto, como si el aroma del licor le bastara. Ella, en cambio… Soy un hombre anciano, digamos que me gané el derecho de hablar en pasado. Fui razonablemente feliz, no siento temor, sé que mi mujer me espera. Suelo verla en los ojos de mi nieta. Hay preguntas que, a mi edad, uno ya no se formula. Y, sin embargo, cuando la vi por primera vez, me atenazó una sensación como de pérdida, una inquietud… como la de quien ha extraviado algo, algo fundamental que no acierta a saber qué es. Era… no. No voy a intentar describirla. Hablé de la luz ¿Aceptará si digo que la luz era su atributo? Soy un hombre anciano. Sé que no voy a recuperar lo que perdí por el camino. Ella quizá tuviese algo más de treinta años. Yo diría que el dorado estaría bien, pero sólo porque no sé mucho sobre colores. También solía ordenar café. La primera vez que pidió azúcar moreno sentí que yo había fracasado en mi oficio. Al día siguiente ardía en deseos de verla llegar, para depositar en su mesa el azucarero de porcelana. Su sonrisa es algo que tampoco intentaré describir.
Jamás coincidieron. Pero créame si le digo que nunca dos seres estuvieron tan íntima y poderosamente juntos. Se reclamaban… ¿cómo decirlo? Imagine la cálida promesa de un guante, suave y vacío. Ahora, adivine la súplica de una mano áspera y aterida de frio… Disculpe mi ineficacia. Había algo fatal y postergado. Ella era un cántaro de agua fresca. A él la sed le partía los labios.
Mire, yo casi nunca creo en Dios. Pero, hace una semana, me sorprendí mirando el anaquel más alto de la estantería. Ninguno de los dos regresó. Ojalá me comprenda: Si no vuelvo a verlos por separado, sabré que Dios existe. Y que me ha perdonado.


sábado, 24 de mayo de 2014

Exagera

Exagera, no miente pero exagera. Entra al local y ella lo saluda. Él mira a su  alrededor con un desconcierto menor al que aparenta. Va hacia ella, que ya sonríe, y le habla
-¿Qué vengo a buscar?
A ella le encanta. De inmediato, seria, se prodiga en sugerencias. Elabora una lista razonable de comestibles e insumos mientras el asiente mirando hacia abajo como un alumno un poco retardado. A ella le encanta. Seguramente él la distrae de su tedio cotidiano de “encargada”. Compra esa imagen de genio distraído. Seguro lo ha comentado con la muchacha de los lácteos, porque la muchacha, también láctea, lo asesora, como si elegir un yogurt fuese una ciencia oculta. Ella cursa el profesorado de literatura. Eso, claro, colabora con él. Paga en efectivo y la cajera, que también está al tanto, aparta los billetes del montón que él le entrega sin contar. Entonces, separa el importe, sonríe con indulgencia y le tiende el cambio ordenado, como una amonestación afectuosa que él guarda también sin contar. Lo cuidan. Terminan explicándole como debe abrazarlas. Más tarde le explicarán las razones por las que no debe dejarlas. Ignoran que tener que enumerar esas razones es negar que  existan. Cínico, sí. Cuando compra ropa es fatal, ni siquiera sabe prenderse los botones. Les encanta.
Cínico. Una vez le mintieron. A veces hasta se convence de que eso lo justifica.


viernes, 23 de mayo de 2014

Convenciones

Si, están las convenciones, lo civilizado, lo correcto. Y también está la verdad.
La verdad es así: No la miro. O, si no puedo evitar sus ojos, le sonrío con una ficción de paternalismo que –estoy seguro- la irrita y la induce, como ayer, a desprender otro botón de su camisa. A gritarme, en silencio -y sin siquiera saberlo- que no sea idiota, que la sabiduría no tiene que ver con los años, que los dictados de la sangre son anteriores a nosotros y nada puede haber más sabio que esa verdad indócil que pone hambre en mis palmas y desolación en mi bajo vientre. ¿Cómo puede haber algo más cierto que sus pupilas dilatadas  y la morosidad con que aparta  de mis manos la mirada?
Si no puedo evitar sus ojos, reprimo esa primitiva bestialidad, esa pulsión falazmente adormecida por años de acatamiento. La misma que a la madrugada reclama su poderío y me clava en un insomnio de brazos vacíos y almohada torturada.
Ella sabe, Yo sé, El universo sabe. Hace calor. Está boca abajo en su cama estrecha Entre las sábanas retorcidas siente una ferocidad de dientes en el cuello. Teme. Y el miedo es un licor ardiente que baja por su espina,  se derrama en sus caderas, late en el desamparo de su sexo y quema como escarcha sus pezones henchidos.
Entonces enciendo la luz o apago las sombras y le juro al espejo que mañana será el último día. Que iré a su casa por última vez, que sólo me resta ajustar los anaqueles de la biblioteca y recoger mis herramientas. Soportaré con entereza el testimonio de sus ojos velados, ni una sola vez la miraré arrebujada en el sillón a mis espaldas, fingiendo descalza que Kafka o algún otro muerto la retiene. Nunca me acercaré lento a retirar esa mentira de sus manos, jamás me pondré de rodillas frente a ella ni retendré entre mis palmas la tibieza de sus pies como palomas nuevas. No la sentiré temblar mientras mi boca derrite la nieve de sus pechos ni aliviaré mi sed en su palpitante herida de hembra entera. No será  de mí su parto inverso, no colmaré su vientre No naceré por fin en el único hogar del universo.


domingo, 18 de mayo de 2014

Monstruo

Yo tenía entrenamiento, y lo esperaba, sabía que estaba agazapado. Ya antes, verde, feroz y silencioso, me había atacado. Siempre sobreviví, no sé cómo lo hice.

Esta noche volvió.
Lo esperaba, pero igual pudo conmigo.  Para siempre.  

La calle

Hay una película de Antonioni, Blow up, basada en “Las babas del diablo” de Cortázar.

Hay una escena en un sótano beat. El guitarrista de la banda, en pleno paroxismo, rompe su guitarra y arroja el mástil a la pista atestada. Todos se matan por apoderarse de ese fragmento. Alguien lo logra. En vano intentan arrebatárselo, corre abrazando su tesoro, cuidándolo de las fieras depredadoras. Logra atravesar la puerta, gana la calle y sigue corriendo. Luego camina. Finalmente se detiene. Mira lo que tiene en las manos... y me arroja a la calle. 

sábado, 17 de mayo de 2014

Vallejo

LOS HERALDOS NEGROS
Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé.
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé.

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como un charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes ... Yo no sé!

viernes, 16 de mayo de 2014

El maestro


 No parecía tener más de 17 años. Lamenté que se hubiese inscripto. Nadie en el grupo parecía menor de veinticinco. Lamenté que ese primer día hubiese elegido sentarse al extremo de la mesa, enfrentándome. Decidí sin embargo, desde el primer día, que no regularía mis charlas a su presencia. Le hablaría al grupo. Sería, como otros años, un taller de narrativa para adultos.
Comencé como siempre, informando cual sería el modelo básico de actividad. Apresurándome a aclarar que nada podría sustituir  a la lectura. “Todo lo que hagamos acá será inútil si no hacen de la lectura un hábito permanente. Y probablemente también será inútil, aunque lo hagan”. Como otros años terminé diciendo que en un taller de escritura no se aprende a escribir, se aprende a borrar. “Habré tenido éxito si al cabo de estas reuniones ustedes aprendieron a borrar”. Dos o tres me miran serios, asintiendo, algunos sonríen. Ella tiene la vista baja. Los indago uno por uno, les pido que me cuenten si están escribiendo, qué están leyendo. La respuesta promedio es “sí, escribo, pero no sé, no tengo ninguna técnica, escribo lo que siento” y “si, acabo de leer un libro de Saramago” o “estoy por empezar a leer una novela de García Marques”. Ella sigue con la vista baja, decido no exponerla. Hablo de Saramago, les digo que Alejo Carpentier es el padre literario de García Marques, que es urgente leerlo. Anotan, me piden algún título. Sienten el alivio de no seguir siendo examinados.  Entonces toma la palabra Borges. Siempre hay un Borges. Siempre se declara  lector asiduo de Cortázar. Y de Borges, claro. El coro se anima. Es difícil, dicen, a Borges no lo entiendo, si yo leí una poesía, si yo un cuento una vez  en una revista, yo una vez intenté..
Entonces comienzo a contarles “Ruinas Circulares” Comienzo sin preámbulos a contarles ese cuento enorme. Borges, fatalmente, les gana, los captura, borra la mesa, el recinto cerrado, los somete a la magia de la palabra. Cuando finalizo me aman, creen que fui yo. Borges se ríe bajito en mi cabeza. Ella me mira.
Los despido, “traigan algo escrito, aunque sea una lista de almacén ¡y lean! Caperucita roja, lo que sea”. Me adoran, se despiden, me dicen algo individualmente, me agradecen. Ella recoge su cuaderno rojo, lo desliza con cuidado en su bolso, se aparta el cabello y me saluda en silencio. “Caperucita roja”
Había una vez una niña buena. Una niña buena es como Caperucita. Sale larí lará con su canastilla y al rato –es infalible- hay un lobo que muere de un hachazo.
No digo que le aullé a la luna, pero era de madrugada cuando por fin logré quedarme dormido, viendo como se apartaba el cabello de la cara.

El jueves siguiente llovía. La lluvia, todos lo sabemos, es un invento literario. La lluvia al atardecer, en otoño, es francamente una exageración. Era una lluvia vertical y mansa que prometía deserciones. Un examen de ingreso definitivo, propiciado por el clima. Los que no vinieran ese día, nunca escribirían nada. Faltaron cuatro, Borges entre ellos. De azul estaba. Un tenue azul que se agrisaba en el añil de su falda y en los hombros exaltaba el fulgor dorado de su pelo. Tuve bastante éxito en no mirarla, en  precipitarme a entrar en materia luego de un breve saludo general. Llueve, dije. Me asomo a esa ventana y les anuncio que llueve, represento así un estado del clima. Ustedes no se detienen en esa palabra, pasan a través de ella hacia el objeto representado, no ven la palabra, ven la lluvia. Eso es narrativa.
 Pero también puedo asomarme a esa maldita ventana y decir “la tarde está llorando”.  Habré logrado así representar un estado del clima. Pero, ustedes se detendrán en esas palabras, y sentirán que, además, con ellas habré expresado un contenido de conciencia, un estado de ánimo. Y lo habré hecho sin referirme a él directamente. Eso es poesía. Por supuesto no estoy hablando del mérito literario que tengan esos partes meteorológicos, sino del tipo de discurso que utilizo en cada caso. No, no anoten nada. Volveremos sobre esto. Lo haremos en concreto, sobre los textos que ustedes lean. ¿Escribieron? Todos apartan la mirada, se reacomodan en su silla. No, no todos. No todos apartan la mirada. Me descuido en ese vacilante murmullo. Esa renuencia general a romper el hielo nos deja solos. Me pierdo en sus ojos. Me rescata Carlos “yo hice esto… no lo terminé” lo maldigo lleno de gratitud. Me tiende un par de hojas, me pide que sea yo quien las lea. Se reinstala el silencio, ahora es el silencio de un alivio expectante. Tardo  un segundo completo en distinguir las palabras, en romper ese puente, en deshacer esa comunión. Leo en voz alta la primera muestra de ese año de “Yo estaba sentado junto a la vidriera de la cafetería” Leo registrando la puntuación un tanto espasmódica de Carlos, su tediosa corrección sintáctica. Al quinto o sexto renglón el asunto ingresa fatalmente en la zona reflexiva. El tipo sentado junto a la vidriera nos duerme fijando en primera persona su posición ética frente al mundo, sus vacilaciones metafísicas, su indignación frente a la injusticia, etc.. La vidriera –especie de pantalla panorámica- le irá suministrando oportunas muestras a sus cavilaciones. Un anciano solitario, un niño pobre, una mujer sola en un banco de la plaza “que parece resignada a esperar eternamente”. Interrumpo la lectura, los miro. A todos. Me gano así el derecho a volver a mirarla. Es hermosa. Si ¿y qué? Nada. Alguien, seguramente yo, pregunta. ¿Cuántos años tiene el protagonista de lo que estoy leyendo? Carlos me mira como para decir algo, lo detengo con un gesto. Entre cuarenta y cincuenta dice Silvina, y se queda esperando los aplausos. Silvina es la que espera los aplausos. Los espera cuando se sienta, cuando se quita la chaqueta, cuando lleva los brazos hacia atrás y cuelga la prenda en el respaldo de su silla, toda oferta y falsa modestia. Alejandra dice ”para mi tiene 17”, lo dice con un ligero tono de interrogación para reforzar su velado castigo a Carlos que sonríe comprensivo. Ella no habla. Sus ojos siguen en mi cara y no encuentro otro lugar para ocultarme que no sea el maldito texto. Termino de leer y le tiendo las hojas a Carlos sin mirarlo.
- Contame, -le digo
 -¿Cómo?
 - Que por favor me cuentes, que me cuentes lo que escribiste, yo no lo leí y quiero que me lo cuentes.
-Entiendo jaja bueno mi cuento habla de…
-Está bien- lo interrumpo también sonriendo- el cuento dice que un tipo se sienta, mira por la vidriera y piensa. Es el cuento de un tipo que está sentado pensando. Está bien escrito, buen léxico, buena sintaxis. Muy bien. Carlos asiente repetidamente
-Entiendo –dice- no pasa nada.
Por fin la cosa se pone bastante animada y hay diálogo entre ellos y Juan -que es el tercer año que viene- dice que, lo bueno, es que el asunto se pueda montar en la acción. Pero que es difícil.  “Es difícil poner a alguien a caminar, que se mueva, que haga cosas, en fin, que esté vivo”.
-Hagamos algo -Lo digo sin pensar, un poco enojado, lo digo para ella, para que desista para que no me mire con el abismo simétrico de sus ojos- Para la próxima reunión traigan escrita una escena de sexo, una página. No se dejen tentar por la alegoría. No será considerado como un texto definitivo, no deberán leerlo si no quieren. Me interesa que trabajen, que se enfrenten con ese tipo de dificultadas. Los espero el jueves. Gran murmullo general, alguna risa nerviosa y un “ay yo no sé si me voy a animar” de Silvina que preferí no contestar. Salieron animados conversando. No levanté la vista más allá de sus manos, del cuaderno rojo que se deslizaba en su bolso con alguna morosidad. Permanecí allí, sentado, repasando inútilmente la lista de asistentes
Subrayando sin razón algún nombre. Oí como se cerraba la puerta y el silencio se instalaba como una presencia material. Cuando la vi de pie, a mi lado, dejé de respirar. Supe que cualquier palabra que yo dijera sería sólo cobardía. Giré en mi silla, enfrentándola, entonces se acercó sin dejar de inmovilizar mis ojos con los suyos, enormes, sabios, hermosos. Inclinó la cabeza y el pelo se le deslizó en una lenta marea dorada. Nadie nunca me miró así, nunca estuve tan desnudo, tan completamente indefenso. “Es que no voy a saber escribir eso” dijo y sentí que ella respondía a una pregunta que me quemaba. Y que en esa respuesta temblaba la más dulce de las súplicas.
No fui yo, estoy seguro, no fue mi voluntad. Supe en ese instante que con ella todo sería fatal. Mi mano buscó su mejilla porque hacía un millón de años que la buscaba. Ella me dejó saber que estaba predestinada a mi caricia. Deslizó sobre mi mano quieta toda esa dolorosa suavidad, giró lentamente su rostro acariciándome la palma hasta que sus labios rozaron mis dedos. Y no morí. Hice algo mucho más difícil: a los cuarenta años de creerme vivo, nací en su boca.  “No voy saber escribir eso. Y debo aprender, maestro”. Lo dijo cuando la abrazaba para siempre.
De la mano la llevé hacia la sala contigua y no encendí la lámpara. La lluvia atemperaba la luz de la calle que se filtraba por los vidrios empañados. La guié hacia el sillón y me arrodillé frente ella. No comprendí que mi cuerpo ya expresaba, así de rodillas, la definitiva verdad que mi mente todavía se negaba a formular. Yo monje. Pero impugnando aún las razones de mi credo, enumerando la imposibilidad de ordenarme en una confesión en la que iniciarme sería una  paradójica profanación.
-Llueve.- dije. Y nadie jamás dijo su pánico con tanta economía de palabras. Entonces ella, por primera vez, me cuidó. Se dejó caer de rodillas enfrentándome, tomó mi cara entre sus manos. Y me besó. Y le habló a mi boca.
-Quiero aprender, amor.
La abracé, me dejé caer en el sillón con ella en mis brazos. Yo aprendí. Ella sólo descubrió lo que ya sabía. Mi mano guió la suya en ese itinerario de erizada tibieza y ropa desprendida, de carne suplicante y palpitaciones. Mi sexo nació en sus manos y el suyo en mi boca



martes, 13 de mayo de 2014

Farewell

Lo releí a la madrugada y sigue siendo deslumbrante, sigue siendo afilado y doloroso.
Hay un solo problema: yo. El texto –hermoso línea por línea- reclama otras competencias. Me agota, me pide todo, todo el tiempo.

Los “intentos sobre la inteligencia en el arte” reescriben –y quizá corrigen- al Umberto Eco de Lector in fabula. Así que, ahí está Angelina, teniendo razón (o equivocándose) de un modo implacablemente estético.
Jack Daniels debe ser un buen whisky -lo toma Al Pacino en Perfume de mujer- pero yo no puedo apurar la botella, necesito dosificarlo para no sentir que le falto el respeto.


O sea, no me querés. Si me quisieras me mandarías algo que yo pueda corregir para no sentir que te decepciono. 

lunes, 12 de mayo de 2014

No hace falta

El otoño dilapida sus recursos. Exagerado, pletórico de analogías, pinta la escena de oro bermejo, de castaño rojizo, de botánicas defunciones amarillas. Un otoño literario; exaltado de crepúsculos, sanatero, hermoso…Innecesario.
Y…sí, otoño, no voy a mentirte. Pero seguí con tus monerías. No sé… que al atardecer todo lo blanco capture la luz menguante que otros colores resignan generosos. Que las nubes se pongan coloradas como si el horizonte les tocara el trasero. A ver.. un poco de brisa para ponerle dinamismo a la exhibición; ¡ah, muy bien. Qué muchacho tan hábil, un capo en efectos especiales! Ahora… una llovizna que ablande los contornos…¡Esoo! , las gotas borran las líneas y pautan las formas con minúsculos estallidos de color ¡eso es impresionismo! Si te llega a ver Van Gogh se corta la otra oreja y de paso…bueh… no quiero exagerar. Listo, ya está. Ya pusiste a todos los poetas del barrio a sacarle punta a sus lugares comunes (Son como mil, es epidémico).
Pero no voy a mentirte, por mí no te molestes, no hagas nada. No me cabe una gota más de belleza.

domingo, 11 de mayo de 2014

Manos

En la tv hay una monja que amasa. Me encanta. Tiene doscientos catorce años bien llevados. Y amasa. Espolvorea harina y estira el amasijo, lo dobla sobre sí mismo, lo modela, lo conforma con enérgicos golpes de ternura. Es un parto, una minuciosa labor de alumbramiento. El bollo  de pronto está vivo, respira, se contrae cuando  ella lo deja. La monja se detiene y habla medio en húngaro, no sé. Hay que cubrirlo con una paño –dice- y dejar que descansar (es el catolicismo, ella es la que trabaja, pero el que tiene que descansar es el maldito bollo). Cuando duplique su tamaño -el bollo, claro- ella volverá a sobar la masa con manos amorosas, que la artritis o la costumbre mantienen un poco cerradas. Elije los adjetivos húngaramente. Dice: “Parra que queda muy riquísimo hay que repetirse tres veces, ésta”. “Ésta” viene a ser la operación descanso del jodido bollo. Lo cubre con “una” paño blanco y siento que nunca más volveré a tener frío; que respiro; que yo también crezco.  Pero en tus manos; y no quiero estar vivo en otro lado.

viernes, 9 de mayo de 2014

Silencio

El espanto ocurre en otro corredor, pero en el mismo laberinto. Oigo la resonancia final de un alarido, que  todavía no empezó, y sé que es mío. La sangre todavía no fluye a borbotones de una herida cuyos labios ya se reclaman. El universo dilatando ese instante en que el suicida ya pateó la silla, y la soga todavía no lo sabe. Como siempre, como cuando jugamos con tu risa, o el silencio me tiene cercado. Lloro amor, al amanecer. Y todavía no sé que vi tu cara por última vez.


jueves, 8 de mayo de 2014

Viene Boni

Boni viene trastornado. Vine y habla  con la cabeza metida en mi heladera
-Viste cómo es la Verdad- Dice. Saca el tupper con jamón y busca el pan- La Verdad es una hija de puta. La enterrás bajo un montón de palabras. Le ponés una cruz encima y la tipa sale lo más chota, se sacude, sonríe y te clava las garras ¿Dónde carajo está el..?
Le alcanzo el pan, copas y una botella de cabernet. El maldito lee la etiqueta y se encoje de hombros
- Es así- sigue- no hay con qué darle
-Te peleaste con la Polaca 
-No… Sí, pero ella no lo sabe ¿Dónde comprás el pan?
-En la ferreter….
-O  lo sabe, pero viste cómo es. También sabe cómo soy
-¿Cómo sos?
-Soy un genio ¡Salú! Un jodido genio. Entonces la espero más adelante, “leo” lo que sigue… y lo que sigue es que, si se toma la molestia de amontonar palabras para enterrar una verdad, es porque esa verdad la jode. ¿Y por qué la jode, a ver niños..? La jode porque sabe que es una despedida, y todavía no quiere. Y yo me quedo con eso, aferrado de las pelotas a esa verdad última que viene a ser nieta de la que ella trata de enterrar ¿Mentendé?
-Hay queso
-Venga. ¿Pero sabés cual es la cagada? La cagada es que soy más genio todavía, un genio de puta madre y entonces pienso que ella entierra la despedida, pero primero la fabrica: Por la presente le comunico que a partir del día de la fecha, queda usted reducido a un montón de mierda… sin otro particular, lo saludo a Ud. con mi consideración más distinguida.  Después la entierra. La tengo que matar…
-Perá que hago café
-¿Qué café tenés? Lo peor es que yo la veo. La veo cuando agarra el lápiz de tinta, lo moja con esa lengua de gata y arranca: Por la presente le comunico… La veo escribiendo, de rodillas sobre la silla, con ese culito… Me mata hermano, para mí sin azúcar.
-¿Qué querés hacer Bonifatti?
-Pensé en hacer lo de siempre: asistir a los entierros, con cara de circunstancias, ayudarla con las inhumaciones. Y si quedaba alguna punta afuera, mirar para otro lado, como siempre. Pero, sabés qué pasa,  la última palada me dejó sin respiración, y ella salió sola del cementerio… Si querés me voy
-No seas pelotudo
-Yo supe enseguida. La primera vez… pero viste como es uno. Uno es un omnipotente de mierda. Cree que todo lo va a poder, que con el tiempo…
-Mirá yo mucho no la conozco. Pero sé que te ama, nunca lo voy a entender, pero te ama
-Sí, yo sé. Me ama. Por eso tengo que matarla entendeme. Si no me amara… qué sé yo. Le hubiese dejado la puerta abierta para que entrara y saliera. Aunque no sé… cuando entró, yo sentí que entraba el mundo, que afuera no había más nada para ninguno de los dos. Tenés razón: soy un pelotudo. Afuera está lleno de tilingos que hacen ingeniería metafórica y tocan la guitarra. Ella los colecciona
-¿Pero...?
-No sé, hermano, eso no lo sé. Pero imaginate que no ¿Qué hago? ¡Ah bueno, mientras sea nada más que franela mental está todo bien! ¿Andá a tocar un poquito la guitarra que yo mientras tanto te espero? Dejame de joder. Un piano. Me voy a comprar un piano. Tá bueno el café.
-¿Un pian…?

-Nada. Digo boludeces. No voy a hacer nada. Con toda mi alma, hermano, qué querés que te diga, con toda mi alma. Vos sabés.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Sol

El problema es que suele tomar apuntes inclinada sobre el tercer pupitre de la izquierda. A las cuatro, el sol se tamiza en su pelo antes de llegarle al rostro, entonces hasta la humedad de sus labios es dorada y debo dictar sin detenerme, porque si me detengo, ella levanta los ojos y me mira esperando la próxima palabra. Y es una palabra perdida para siempre, muerta de inutilidad. Es que no tiene sentido hablar de poesía cuando la poesía me está mirando.


martes, 6 de mayo de 2014

Hadas



Una prueba de que las cosas no son  como debieran, es que junto a mi casa se obstinan en vivir dos tías viejas y encantadoras que riegan el jardín y se dejan estafar por el fontanero. Me quieren y se  muestran preocupadas por mí, que vivo solo. Siempre están juntas y,  una vez por mes, llaman a mi puerta y me obsequian una bandeja de escones primorosamente envueltos en un paño blanco “Para el té” dicen y siento ganas de llorar, abrazarlas  y pegarme un tiro. La segunda vez, hace ya más un año, decidí que debía tomar té. Al mes siguiente, cuando se presentaron a mi puerta, les pedí que por favor esa tarde me acompañaran. Desde entonces, puntualmente, el primer viernes de cada mes pongo flores frescas en el jarrón y me esmero en un  servicio  que seguramente copié de alguna novela de Jane Austen. Nos sentamos en torno a la mesa de la sala y departimos amablemente sobre las alternativas del clima, sobre las azaleas, que este año prosperan tardías, sobre los beneficios del zumo de naranjas en el desayuno “en particular ahora que el frío”. Ellas deslizan sus recomendaciones así, de uno modo tangencial, indirecto, como si prodigarme algún cuidado fuese un abuso de confianza. Me debilitan, las amo, Soy bueno los primeros viernes de cada mes.
Hoy es sábado, el primero de un mes de mayo gris y temperamental. Las flores en el jarrón comienzan a resignarse. Yo no. Sigo esperando y no me animo a salir de casa.



sábado, 3 de mayo de 2014

Querubines

Estaban de espaldas a la pared. Eran dos varones y una niña, ninguno parecía tener más de diez años. La pared blanca -un muro bajo emplazado al oeste del cruce- reverberaba bajo el sol calcinante del mediodía. A poco más de un kilómetro la polvorienta carretera se bifurcaba en torno a la plaza del pueblo. Lo niños,  de extrema flacura, permanecían inmóviles y en silencio como pálidas lagartijas al sol. Estaban descalzos. La niña, cubierta por los andrajos de un vestido blanco, fue la primera en moverse. Con lentos pasos se dirigió a la carretera. Un instante después los niños la siguieron. La silenciosa procesión comenzó a avanzar hacia el pueblo.
En la plaza, bajo la exigua sombra de las acacias, Cristo, el vagabundo de Las Heras, se disponía a dar cuenta de su almuerzo. Hurgaba distraído en la bolsa cuando se detuvo, giró el rostro aterrado hacia la carretera y estalló en llanto. Frente a la plaza, en el parque amurallado, Buky, el pacífico labrador de los Acosta, comenzó aullar con los pelos erizados.  Todos los perros del pueblo se le sumaron. El clamor no atenuó el estruendo del vitral de Santa Ana, que se precipitó con engañosa lentitud hacia la nave principal de la iglesia convirtiendo al padre Bruno en un amasijo de cristales, sangre y plomo retorcido.
Los niños seguían avanzando. El primer incendio estalló en el depósito del palacio municipal. El gemido de la sirena perforó el aire caliente del mediodía. Pero enmudeció repentinamente cuando la vieja y remozada autobomba colisionó contra el transporte escolar. El combustible derramado en la avenida deflagró al instante. El pánico se expandió más rápido que las llamas. Entonces, todo el pueblo fue un alarido.
A quinientos metros de ese epicentro de terror, el estrecho callejón de los tilos, era quizá el único lugar en sombras de Las Heras. La recia puerta de “Los Tres Querubines” crujió con un gemido de goznes herrumbrados. El bar, clausurado desde hacía décadas, reabría sus fauces celebrando el regreso. Nadie los vio entrar.


jueves, 1 de mayo de 2014

Aviso

Tenés que estar, si no, esto se colma de gimnospermas, de fanerógamas  gordas y carnívoras, como mi vecina que además es evangelista. Se llena de gliptodontes con garras (que son más bien verdes tirando a gris). Si no estás, se enfrían todas las sopas, se corta la liana, se acaba la espinaca, se llena todo de kriptonita,  y no se consigue una cruz de plata ni de casualidad. Se cae la espada de Damocles sobre el talón de Aquiles, se desafinan los pianos, se vuelve todo domingo a la tarde y el lunes se frota las manos y se relame, el muy hijo de puta, bebé.. Todos los asientos son bancarios si no estás. Si no estás los toboganes se ponen horizontales y el grupo Aranjuez monta un recital en cada esquina. No podés ser tan irresponsable, bebé, dejarme con las manos ahuecadas bajo la lluvia ácida, todo el suelo sembrado de culos de botella como una carcajada de vidrios puntiagudos, que se me queman las tostadas y no logro llegar hasta la cama, no para acostarme, para esconderme debajo.