lunes, 2 de junio de 2014

Ocho cero cuatro

A las ocho cero cuatro, hora local, descubro que soy dueño de una voluntad inquebrantable. Pero no la encuentro. Debería abandonar la cama. Tengo alguna zona de mi humanidad expuesta a los avatares de un invierno hostil. Mi sensible nariz, me informa que la cosa viene peluda; que no sería sano desplazarme en moto por el bulevar, con la bragueta abierta. Ni siquiera a la velocidad reglamentaria. Además no sería elegante. Enumero, en un tranquilo ataque de clasicismo, las cosas que mi nariz me recomienda no hacer. No deberé estrellar el dedo pequeño del pie contra la pata de la cama. No deberé encaramarme a un molino a comer naranjas. Estoy casi convencido de que no vale la pena levantarme. Hay algún disenso por el lado de mi vejiga que no tarda en asociarse con un paramnésico aroma a café. Entre ambos organizan una rebelión. Mi nariz intenta sofocar a los rebeldes, pero es inevitable vaticinarle un final tipo dictador latinoamericano, ya envejecido, artrítico y al borde del exilio forzoso. Volveré, grita a último momento. Sin embargo ya giró su obscena fortuna a la republiqueta amiga. En el baño, levanto la tapa y abro la ducha. La vida comienza en el agua. Cada individuo reitera las etapas filogenéticas de su especie. Cuando salgo del baño ya soy un australopiteco, en pantuflas. En la cocina, los utensilios del café me convierten en homo hábilis. Si, en ese orden, por aquello de que la función hace al órgano. El asunto marcha. Aunque no se sabe bien para dónde. Es sábado, los sonidos llagan a la caverna más espaciados que durante el resto de la semana. Debo terminar el artículo sobre “El naturalismo en la última novela de Battista”, y para terminarlo me convendría comenzarlo cuanto antes. O, por lo menos, antes de que el tipo ponga otro huevo, si me permiten la metáfora. “La literatura agoniza en malas manos. Vicente Battista ha pergeñado otro bodrio insufrible, parodiando vergonzosamente a  Dashiell Hammett y con alguna obvia piratería a la obra de Raymond Chandler…” No, mejor no. Mejor mentir. Mejor inventar alguna oscuridad conceptual y luego iluminarla para ilustrar a los ávidos lectores del insigne escriba. Y cobrar. Con lo sano que sería trabajar en una mina de carbón. “El autor de Siroco vuelve a convocar como protagonista a Benavides, el escéptico periodista de “Cuaderno del ausente”, involucrado aquí en una trama policial durante el menemato”.  Listo. Mañana sigo. Ahora, decime una cosa ¿este tipo lo hace a propósito? ¡Es un cómico!: Benavides investiga la muerte de un fulano que cae en picada desde un cuarto piso, Benavides es redactor de la revista “Impacto”… me está jodiendo, escribe para Les Luthiers. Tiene que haber una bacante en alguna mina de carbón. Buenos días, vengo por la bacante. ¿Tiene experiencia? Bueno… muchas veces he escavado buscando algo valioso.. Además tengo una pala. Era de mi abuelo Marcelino, ya fallecido. Lo lamento, Dios lo tenga en la gloria. Sí, sí, que lo tenga.
Sigue siendo sábado. Hora local, nueve cero siete. Cualquiera puede creer que después de más de una hora de intensa y productiva actividad mental, he logrado un record de tiempo sin pensar en ella. Se equivoca. No voy a extenuarme tratando de explicarlo. Ella no es alguien en quien pienso, es anterior.
   


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