Margarita no
era gorda, lo era, en todo caso, según los tiránicos parámetros de
una moda que tenía que ver con la industria más que con la belleza femenina.
Antes que la austera reticencia de Modigliani, era la exaltación exuberante
de Rubens la que informaba su encarnadura adolescente. A los diecisiete años,
la plenitud de su cuerpo, la alejaba de sus compañeros de estudio. Salvo cuando
alguno de ellos necesitaba de su auxilio. Era una excelente alumna. Pero estaba
sola.
Carlos
Gonzáles solía visitarla. Él la quería, pero con esa clase de afecto que
inspiran las personas buenas, siempre dispuestas a dar una mano a quien lo
necesitara. Y Carlos Gonzáles lo necesitaba. Sus dificultades con las
matemáticas eran serias. Margarita, en cambio, lo amaba. Lo amaba en secreto,
con un silencio resignado. Él era el galán más popular del turno tarde.
Dos, incluso
hasta tres veces por semana, Margarita oía detenerse la moto de Carlos en la
entrada de su casa y se esforzaba por controlar la agitación que vulneraba su
vientre. Desde hacía un año vivía sola. Al morir, su abuelo Clemente, le había
legado la casa y una pequeña renta que le permitía a Margarita vivir con
austeridad pero sin sobresaltos.
Carlos
entraba sonriente, oliendo a sol, y le estampaba un sonoro beso en la mejilla.
Margarita lo ahorraba. Retenía esa caricia casi indiferente que, sin
embargo, por la noche habría de entibiar su almohada. El abría su
mochila y arrojaba sobre la mesa el cuaderno de tapas azules “¡salvame Margaaa…
no entiendo nada!”. Y Margarita lo salvaba. Dos, tres horas después, él montaba
su motocicleta con una idea no del todo clara sobre la regla de Rufini y la
mente ya enfocada en la cervecería donde tal vez Alejandra, o quizá Claudia. O,
seguramente Pato.
Margarita no
volvía a entrar enseguida, se demoraba en el jardín, como si la
reinstalada soledad fuese menos gravosa al aire libre. Cuando por fin trasponía
la puerta, se entregaba por un rato a su pasatiempo preferido: los nudos.
Margarita
sabía de nudos.
Su abuelo
había sido pescador primero y patrón de pesca hasta sus últimos días. Y le
había enseñado con orgullo profesional los secretos de ese arte. Sonreía
satisfecho cuando ordenaba “ballestrinque” y su nieta enlazaba con eficiencia y
seguridad la cuerda de esparto. Margarita había convertido ese juego en un
hábito inamovible. Sospechaba vagamente que esa tenacidad le era dictada por un
afán oculto de amarrar las cosas, sujetarlas para que no se alejaran como lo
habían hecho primero sus padres, el día del accidente y ahora su abuelo
reclamado por ese otro mar insondable y definitivo.
Carlos
volvió tres días después. Eran las seis de una tarde que iba a
resolverse en lluvia. Los estertores de su motocicleta rompieron el
silencio del suburbio.
Margarita
salió a recibirlo. Juntos llevaron la motocicleta hasta el cobertizo
trasero. Apenas la habían puesto a resguardo cuando las primeras gotas
iniciaron su código Morse sobre las hojas de la higuera. Corrieron por las
lajas del parque y entraron a la casa cuando estallaba el primer trueno.
Entonces, Carlos vio los nudos.
Sobre la
mesa de la sala, las cuerdas enlazadas componían su mensaje en una
escritura que Carlos de inmediato trato de descifrar. “¿Y esto?”
-Nudos
Margarita
rodeó la mesa y enumeró sin orden.
-Este es un
Lasca, este un franciscano; un Hunter… Este mi preferido: ballestrinque. Este
otro es un nudo de bandolero.
Carlos
miraba sorprendido y risueño
-¿Y este?
-As de guía
doble. Vení, sentate – Margarita señaló un pesado sillón de madera. Carlos
obedeció de inmediato. Se divertía. Ella tomó la primera cuerda
-Dame la
mano. “As de guía español”- anunció al tiempo que le enlazaba la
muñeca con la resistente cuerda de algodón.
Treinta
segundos después, Carlos, completamente inmovilizado, seguía sonriendo.
Entonces,
frente a él, Margarita, comenzó a desnudarse.
Con
morosidad pero sin afectación, desprendió su ropa y dejó que las prendas se
deslizaran por la rosada y pálida suavidad de su piel, revelando la pletórica
firmeza de sus pechos, la redondez virginal de su vientre y sus caderas, la
portentosa tersura de sus muslos. Desnuda, avanzó sobre las prendas caídas
hasta rozar las rodillas de Carlos con las suyas. Él tenía la boca abierta.
Pero ya no sonreía. Los dedos de Margarita le rozaron los labios que se
cerraron sobre las lentas yemas en un beso hambriento y húmedo. Margarita llevó
esa humedad tibia hasta su pubis. Sin apartarse de Carlos, las piernas apenas
flexionadas, hundió los dedos entre los labios de su sexo y empezó a acariciarse.
A Carlos las cuerdas se le hundieron en la carne. El lazo en la garganta
retenía su boca a dos centímetros de los pezones rosados y erectos. Con los
ojos anegados imploró mientras las piernas de Margarita cedían hasta dejarla de
rodillas, la cabeza hacia atrás, la boca abierta en un agónico gemido.
Momentos
después ella recogió su ropa, rodeó el sillón y se encerró en la ducha.
Regresó a
los pocos minutos cubierta por un albornoz, se detuvo detrás del respaldo y
soltó uno de los nudos. El resto, con las manos todavía temblorosas, lo hizo
Carlos. Cuando por fin se liberó se puso de pie y la tomó por los hombros,
intentó hablar pero las palabras se agolparon en su boca. Ella asintió en
silencio y apartándose dijo
-Ya no
llueve, conviene que salgas ahora.
Esa
noche, cuando por fin se durmió, Margarita supo que sus manos habían tensado
los cabos de un nudo indescifrable.
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