domingo, 8 de junio de 2014

Ciudad

A las diez de la noche, Marcela, sin encender la luz, se tiende en la bañera con la cara cubierta por una toalla. Deja que el agua caliente la golpee. El paño, al empaparse, se adhiere a sus mejillas, a su frente; le modela el mentón, la garganta, se hunde en la cuenca de los ojos que Marcela mantiene semiabiertos, en tanto respira por la boca el aire cargado de vapor. Deja que la caricia del agua, al acumularse, calque su talle en una lenta escultura inversa, que Marcela recorre con morosa satisfacción. A los 19 años vive en su cuerpo; y para él.
Piensa vagamente en telas de textura áspera, en deliberados contrastes entre la tersura de su piel y el burdo entramado de un atuendo todavía no decidido; salvo por omisión. No va a usar sostén, ni tonos que atenúen su palidez, ni colores que compitan con el fulgor dorado de sus ojos. Debería salir desnuda, piensa, y en la toalla que le cubre el rostro, se ensancha la depresión de su boca abierta. Es verano, es viernes.
Genoud está retrasado. Desde hace un mes, el último día hábil de cada semana, se demora en una prolija revisión de asientos bancarios, de los que no es el único responsable, ya que comparte esa tarea con Peiro y también con Ana, aunque Carletti lo ignore.
Y Carletti lo ignora, como lo demostró hace un mes, cuando detectó la diferencia y citó a su despacho a un Genoud silencioso que compareció de pie, sintiendo que sus piernas pesadas, lo obligaban a balancearse cada vez que asentía. Porque Genoud, a los 38 años, asiente. Como asintió una hora antes cuando Peiro, Ana y también Lombardi lo conminaron a brindar con ellos
-Una copa, gordo. Al fin de cuentas somos compañeros y vos nunca...
-Dale che, te esperamos
-Sé bueno- dijo Ana. Entonces Genoud asintió.
Ahora se apura por 25 de Mayo hacia el río. A una cuadra del pub, vacila. Alineadas contra el cordón, numerosas motocicletas hacen suponer una concurrencia juvenil que lo amedrenta. Pero sigue, asiente mentalmente y sigue. Gana los escalones de la explanada buscando entre las sombrillas de “Quilmes”, la mesa de sus compañeros. Una pareja lo mira pasar; ella se tapa la boca con la punta de unos dedos largos, cubiertos de anillos, él se encoge de hombros. Los pantalones azules de Genoud son un poco cortos; usa calcetines blancos y zapatones con suela de goma. Ahora avanza decidido. Acaba de distinguir el brazo en alto de Ana que sonríe mientras le dice algo a Peiro que, de pronto, también sonríe.
Poco después de las diez, Lombardi chasquea los dedos y ordena con un gesto circular, otra ronda de cervezas. La noche es cálida.
Marcela se decide por el jean más dúctil, blanqueado en las costuras y los pliegues, flojo en la cintura. Duda entre un top rasado, algo brillante y finalmente se enfunda una remera corta de algodón color añil, que marca ligeramente sus pezones y deja al descubierto el ombligo. Descalza, piensa en las tenis blancas pero un bocinazo repetido, la apura a calzarse las sandalias de cuero azul. Baja las escaleras esponjándose el cabello todavía húmedo. Antes de salir, sacude la cabeza para que el torrente de ondas cobrizas sombree su cara sin maquillaje.
Gustavo abre la puerta del auto sin bajarse; sin subir Marcela ve que lleva un pasajero. Piensa en un amigo y aborda al tiempo que Gustavo pisa el acelerador y con el pulgar señala el asiento trasero
-Él es Leonardo - dice- Mi primo
Ella gira, vislumbra en la oscuridad un rostro serio y un gesto displicente de saludo al que responde agitando una mano
-Hola- dice- Me llamo Marcela
La sombra se mantiene en silencio. Marcela se reacomoda en el asiento y mira a Gustavo; él entorna la cabeza pero sus ojos no se apartan del camino
-Lo dejamos en su casa; -dice- después podemos ir a Nepote. ¿Cómo estás?
-Bien... Más o menos. Llamó mi vieja- Marcela busca cigarrillos en la guantera. Tiende el atado hacia atrás. Siente unos dedos que rozan ligeramente los suyos. Un instante después oye el chasquido de un encendedor.
Gustavo la mira fugazmente y gira hacia la izquierda. El auto rueda sobre una calle empedrada. Ella enciende el cigarrillo.
-Me preguntó si rendí. Vuelve la semana que viene.
Gustavo gira otra vez y detiene el auto en una calle cortada por las vías del Mitre. Ella ve por la ventanilla un local cerrado por una cortina metálica. Al lado hay una puerta
-¿Llegamos?
-Si-
-Bajen a tomar algo.
La voz de Leonardo sorprende a Marcela que la oye por primera vez
- No sé...- duda
- Una cerveza y nos vamos- decide Gustavo mientras baja del auto. Leonardo empuja el asiento y también baja. Es alto, rubio. Se tantea los bolsillos, encuentra la llave y avanza hacia la puerta seguido por Gustavo.
Marcela se demora, mira hacia atrás. En la vereda opuesta hay una casa con jardín. Parece haber pertenecido al ferrocarril. La calle es oscura.
-Vamos- La voz de Gustavo la urge. Marcela se encoje de hombros y avanza.
En el pub, Peiro confunde abstracción con interés y sigue la mirada de Genoud. Descubre en una mesa cercana, a un grupo de adolescentes entre los que, una muchacha de piel bronceada, modela con su lengua un helado rosa al que ha logrado darle una forma más o menos cilíndrica. El resto del grupo aplaude cuando la muchacha, con expresión de éxtasis introduce el helado en su boca hasta hacerlo desaparecer. Peiro codea a Lombardi y le señala la escena con el mentón. Ambos se miran, entonces Peiro, sin soltar el asa del chop, apunta con el pulgar a Genoud que no vio la escena y sigue abstraído.
-¿Qué pasa?- Ana sonríe ajena a la situación
- Nada vieja, nada. Parece que el gordo se nos enamoró- La voz de Lombardi suena tragicómica.  Peiro decide colaborar
- Un amor a primera lamida
Genoud mira a los tres tratando de entender. Ana lo interroga con los ojos; Genoud se desconcierta aún mas
-Nada...yo...- se interrumpe
-Mirá vos...! Tan inocente que parece...-Peiro le palmea la espalda - resulta que es un león
Ana comprende por dónde va la cosa y se aparta ostensiblemente como si temiera un arrebato pasional. Genoud que sigue ajeno, sonríe para no desentonar. Peiro adopta un tono confidencial
-Decime una cosa, gordo. Vos debes ser bastante pirata ¿no?
-Son locos ustedes...
-¡Vamos¡ En esa cortada donde vivís debés hacer cada fiesta...
-¡Uh si! todos los días - Lo dice tratando de sonreír, mirando fugazmente a Ana. Sonrojándose. Pensando que, en realidad, llegó la hora de abandonar el lugar.
Genoud sabe que a partir de ese momento, no van a detenerse. Sus silencios y los intentos de Ana de instalar algún tema que lo libere, van a fracasar. En un torneo de suspicacias, Peiro y Lombardi, menos que incomodarlo, van a tratar de escandalizar a Ana. Ella quizá le dirija una mirada de confraternidad, quizá, por debajo de la mesa, le palmee maternalmente la pierna en un claro mensaje de condolencia mucho más doloroso que las estúpidas bromas de sus compañeros.
Entonces ocurre algo. Algo inesperado hasta por el propio Genoud que retrepa su enorme cuerpo en el sillón de mimbre, enfrenta uno a uno a los comediantes improvisados y, con voz clara, definitiva, dice sin enojo
- Ustedes son un lamentable par de pelotudos- Se pone de pie en medio de un silencio funerario y, antes de retirarse, palmea con cierta energía la calva de un Peiro desconcertado que a cada golpe hunde más su cabeza entre los hombros delgados.
Genoud se aleja del lugar sintiendo que, a sus espaldas, los ojos asombrados de Ana, lo miran por primera vez.
En la avenida le hace señas a un taxi en el momento en que Marcela, escoltada por Gustavo y su primo, traspone la puerta lateral de un largo pasillo y entra a una habitación sintiendo la primera sensación de alarma. La puerta se cierra a sus espaldas en el instante en que Leonardo enciende la luz. El lugar alfombrado en negro la impresiona como algo blando. En la cama de bronce hay almohadones rojos como el acolchado y la tapicería de las cortinas cerradas, La luz se difunde tenue, apenas reflejada por un espejo nebuloso en el que Marcela ve reflejado el gesto sigiloso de Leonardo al echar llave a la puerta.
- Es una broma- dice ella tratando de sonreír mientras busca los ojos de Gustavo que la rehúye y se inclina sobre los controles de un  estéreo
- Me quiero ir
-No seas tonta- Gustavo gira y la toma de la cintura intentando un paso de baile. Ella permanece rígida
-Me quiero ir. Gustavo
Leonardo enarbola la botella que sacó de un armario empotrado
-Esto es letal- dice con un tono de jovialidad que no encuentra eco. Les tiende la botella- Tomen un trago- Marcela ve que las llaves no están en la cerradura. Leonardo le sonríe- Mi primo dice que bailando sos fantástica
-Quiero las llaves- Marcela lo enfrenta. A sus espaldas Gustavo le recoge el pelo y comienza a besarla en el cuello. Ella intenta apartarse; Leonardo le arrima a la boca el pico de la botella. Marcela se niega; el licor se derrama por su mentón, empapa la remera, se desliza por sus pechos hacia el brazo poderoso de Gustavo que sin soltarle el cabello, le rodea la cintura y la inmoviliza mientras Leonardo fingiendo contrariedad por el líquido derramado se inclina sobre ella
-Esto no hay que desperdiciarlo- murmura y comienza a lamer la tela húmeda recorriéndole los senos, buscando los pezones, rodeándolos con la avidez creciente de su boca en tanto ella se debate sin poder deshacerse del abrazo de Gustavo que tira de sus cabellos obligándola a exponer la garganta. Mientras grita aterrada, lo oye jadear y siente que la explora penetrando su oreja con una lengua caliente, activa como un ser independiente y viscoso. Marcela vuelve a gritar. El primer golpe estalla en su cara llenándole la boca y la nariz de metal caliente; el segundo golpe como un eco lejano, la hunde en una bruma rojiza que la aísla. La sucesión de golpes no se detiene, como no se detuvo el taxi en la avenida donde Genoud oye a sus espaldas la voz de Ana que lo nombra en voz baja
-Yo... también me voy- dice con ansiedad. Genoud nunca vio esa expresión en sus ojos. Se miran en silencio. Ella alza la mano para acariciarle el rostro, se detiene confundida, siente que se cubre de rubor y desvía la mirada, Las manos de Genoud le rozan las mejillas
-Soy un hombre torpe- piensa en voz alta. Ella quiere protestar, no encuentra las palabras. Él le levanta el mentón buscando su mirada
-Debe haber un lugar tranquilo donde tomar café- sonríe
Ana asiente repetidamente.
A la una de la madrugada, cortas ráfagas de viento agitan sin disiparlo el calor acumulado durante la noche. La oscuridad es completa; no se ven las estrellas. Las primeras gotas se evaporan en el asfalto caliente; poco después, una bruma baja borronea la superficie ocultando los adoquines de la cortada. Las vías del ferrocarril Mitre semejan, a pocos metros, el límite del mundo. Los faros de un automóvil rompen la tiniebla y avanzan lentamente. El automóvil abandona la cortada, gira en dirección a la avenida y gana velocidad perdiéndose en la noche. Un relámpago perfila en blanco el entramado de nubes bajas; el trueno estalla y la lluvia demorada, por fin se precipita poderosa, arrastrando hollín, vapores, miasmas que se escurren por las alcantarillas de la ciudad, sin agotarse.
Un taxi se detiene a la entrada de la calle cortada. Se enciende la luz interior. Instantes después, un hombre grande desciende y echa a andar en dirección a las vías sin intentar protegerse de la lluvia. Genoud está feliz. Menos que una alianza con Ana, sabe que esa noche celebró un pacto consigo mismo; y no va a traicionarlo. Mientras avanza hacia su casa expone el rostro para que la lluvia lo golpee, lo palpe, confirme con efímeros dedos infinitos su nueva identidad. Empuja el portón de su casa que alguna vez perteneció al ferrocarril y busca las llaves mientras piensa en una ducha caliente. Una vez dentro, enciende la luz de la galería; se descalza. Camino a la cocina se desprende del saco empapado, de la corbata. En la cocina cuelga las prendas del respaldo de una silla, pone a calentar agua. Va hacia su dormitorio en busca de una muda de ropa cuando, en el pasillo a oscuras, oye que algo araña la puerta de calle. Genoud piensa en una rama arrancada por el viento o quizá un gato que busca en su galería protegerse de la tormenta. El sonido se repite, débil. Genoud vuelve a la cocina y deja las prendas en la mesa. De nuevo en el pasillo, aguarda unos instantes. El sonido no se repite. Se dirige a la puerta de calle.
Las llaves están puestas; desliza la cadena en el pasador y abre con algún cuidado.
La joven está tendida en el umbral, desnuda, ovillada sobre sí misma. Huellas de barro y sangre, contrastan violentamente con la palidez de su piel. Una confusión de cabello mojado y oscuro, le oculta el rostro. Genoud inhala, con fuerza, arranca la cadena de seguridad. Antes de inclinarse a recoger a la muchacha, apaga la luz de la galería. En sus brazos, el cuerpo desmañado de Marcela parece pequeño. Genoud cierra la puerta a sus espaldas y se precipita por el pasillo sin mirar su carga. En el dormitorio en penumbras, con infinito cuidado la tiende en la cama. Antes de encender la luz , se inclina sobre el rostro de la joven, tratando de oír su respiración. Un resuello, entrecortado por un leve ronquido, le da esperanzas. Enciende la luz. Lo que ve lo congela. La cara de Marcela está hinchada, cubierta de sangre. Tiene un corte en el pómulo izquierdo del que aún mana lentamente un hilo oscuro. La inflamación invade la cuenca del ojo hasta casi ocultar el párpado morado. Hay sangre seca en las fosas nasales, en torno a la boca abierta, en el mentón hasta el que fluye una espuma rojiza que se estremece con el ritmo irregular de la respiración. Hay marcas de dientes en sus pechos. En el seno derecho, el pezón se dilata aureolado por una mancha oscura.
Genoud deja escapar un gemido. La respiración de Marcela se torna burbujeante. El retira la almohada y hace girar el cuerpo de la joven hasta que queda boca abajo. Marcela se convulsiona, tose. Junto a su boca, el cobertor se encharca de líquido rojo. Vuelve a toser; instantes después, su respiración se hace más profunda y regular. Genoud busca una manta, cubre el cuerpo atormentado de Marcela y vuelve a hurgar en el armario.
Deposita en la mesa de noche un juego de sábanas y abandona el cuarto. En la cocina el agua hierve. Retira del fuego el recipiente y vierte el líquido en una fuente de acero, lo entibia con agua fría y se precipita hacia el baño. Vuelve con jabón, toallas, una esponja y un frasco cerrado de Listerine que no recuerda cómo llegó a su botiquín. Entonces se detiene.
De nuevo en el dormitorio, permanece un instante atento a la respiración de Marcela. Recoge la almohada, el juego de sábanas y se dirige al baño. Extiende en el fondo de la bañera las telas blancas y dispone la almohada en el extremo opuesto a las canillas. Enciende el calefón y deja que se acumule una cuarta de agua apenas tibia en la bañera así dispuesta. Las sábanas flotan pero permanecen estiradas; cierra el grifo y, va en busca de los elementos que reunió en la cocina.
Marcela tendida sobre el lecho de agua, sigue inconsciente. El líquido enrojecido se escurre por el sumidero renovándose con el chorro regulado de la canilla. Inclinado sobre el cuerpo de la joven, Genoud limpia con cuidado las heridas, desliza por la piel pálida la esponja embebida en agua jabonosa y Listerine. Sus movimientos son lentos, concentrados. Mientras se afana en esa tarea, murmura palabras tranquilizadoras en una continua letanía que se mezcla con el rumor del agua.
Varios minutos después, cierra la canilla y deja que la bañera se vacíe por completo. El agua que se escurre es cristalina.
Al amanecer Marcela suspira, deja escapar un sollozo y se vuelve en la cama. Genoud comprende que la muchacha pasó de la inconsciencia al sueño fisiológico. Se retrepa en la silla y sigue esperando sin apartar los ojos de la joven.
-No rendí. No rendí mamá.- La palabras de la Marcela dormida se recortan nítidas en la penumbra de la habitación. Está de costado; lleva puesta una camisa a la que Genoud le quitó las mangas, los bajos de la prenda le cubren los muslos.
A las ocho sigue lloviendo. Genoud teme abandonar la alcoba. Sabe que cuando despierte en la habitación desconocida, la muchacha va a sentir pánico. No quiere que esté sola cuando eso ocurra. Le arden los ojos, necesita orinar, ducharse, tomar una gran taza de café. Y pensar. Indagar sus propias razones. Reflexionar sobre los motivos por los que, en ningún momento, pensó en pedir ayuda, en usar el teléfono y denunciar el hecho cumpliendo y, al mismo tiempo librándose de la responsabilidad. Comprende vagamente que obró por intuición. Que su mente sintetizó de algún modo la aparente ambigüedad de las circunstancias. Un hombre de hábitos solitarios -se dijo- denuncia a la policía que a la una de la madrugada, yace en el umbral de su puerta, una joven brutalmente golpeada, desnuda, inconsciente, seguramente violada. Explica que él acaba de regresar de un lugar donde, precisamente, se reúnen jóvenes y adolescentes; que se retiró luego de un breve enfrentamiento con sus compañeros. Que, sin embargo, no volvió directamente a su casa. Que, en efecto, bebió algo de alcohol; alguna cerveza, un whisky con Ana -a la que también se vería obligado a involucrar- un cúmulo, en suma, de datos ciertos pero ambivalentes que la suspicacia policial utilizaría, sin duda en su contra. Sin embargo Genoud sabe que hay algo más.
Otros motivos, más profundos y decisivos, que nada tienen que ver con la razón o el temor.
Toda la jornada le parece ajena. Se ve a sí mismo abandonando el pub, cortando abrupta y enérgicamente una situación que no era nueva. Sabe que en otras ocasiones se había resignado a ser objeto de las bromas cruzadas de sus compañeros. Nunca le importó demasiado. Sabe también que su indiferencia nunca generó en la mirada de Ana esa ansiedad temerosa que lo retuvo en la avenida. Nunca antes una mujer lo miró así. Las mujeres, piensa.
Piensa en si mismo pagando inútilmente su derecho a no estar solo. Sin apartar los ojos de la cama, se ve, de regreso de uno de esos encuentros, aún más solo, avergonzado, sintiendo que la parodia de una desconocida clausura de modo más definitivo su aislamiento. Entonces, en una sola noche, una mujer lo mira, lo retiene, le formula una promesa sin palabras. Y otra le es entregada, puesta en sus manos ajena a toda voluntad, por un destino incomprensible.
La muchacha es hermosa. Genoud se permite ese juicio por primera vez. Por primera vez separa los componentes de su conmoción inicial. La sorpresa, la inmediata conmiseración, la urgencia; pero también, la perturbadora desnudez de un cuerpo de mujer; y su propia ansiedad, su deseo inmediatamente reprimido.
“Un amor a primera lamida”. La frase lo golpea como algo material.
Es una hembra violentada, poseída, apropiada por una avidez feroz y el recurso directo a la fuerza física. Un ser bestial, piensa Genoud, se relame anónimo en un lugar desconocido de la ciudad. El otro, enmascarado, acechante, más tenebroso y complejo, se agazapa en mi cuerpo.


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