Estoy preparado. Me desprendo un poco la camisa para
que veas el voltaje y enseguida comienzo una historia tangencial, llena de
silencios donde ocurren cosas. Si todo sale bien, quizá hasta comprometa
tus propias glándulas en el asunto. Un poco de paciencia que ya
llega esa cama alta y estrecha, muy blanca en la habitación de servicio. Ella
está desnuda dentro de una camiseta de algodón un poco deshilachada, sobre todo
en el borde que muestra el nacimiento de sus muslos, fuertes y morenos.
Simula dormir, tiene la boca entreabierta y húmeda.
Pero no nos apuremos. Todavía tengo que ensayar alguna vacilación, un módico
gesto que delate mi estadía en el infierno. Además, así como está, de espaldas,
el pelo ocultándole parte de la cara, un brazo debajo de la almohada, una mano
en el vientre ¿qué puedo decirte?.
Ya va a moverse, entonces sus pechos van a presionar
la burda tela y te aseguro que vas a angustiarte, vas a pensar en tu mujer que
está mirando la telenovela y a mentirte que si no fuera por los chicos. Pero
todavía no. Todavía ella “duerme” de espaldas en la habitación de servicio,
mientras Alejandro, el hijo de los Acosta, se contorsiona entre
decibeles y luces psicodélicas. Yo ya estoy listo para el primer silencio. Son
las tres de la madrugada y ni una sirena, ni soñar con un tiroteo a pocas
cuadras.
Alejandro busca la salida con el último whisky
adulterándole la boca. Lo empuja un sintetizador adocenado, pero antes de salir
del local, Clapton lo demora en la puerta. Finalmente gana la calle y no se
tantea los bolsillos en busca de sus documentos. No esperes que te diga más
sobre la fecha. Es verano. Es sábado.
La madre de Alejandro tardó en quedarse dormida. El
Mogadán es lento. Ella tomó dos pero tuvo tiempo de aplicarse crema con
colágeno y de leer un capítulo casi completo de Annie Bessant.
Antes de apagar la luz -segura de que su marido
dormía- tragó una pastilla celeste, con muy poca agua, porque el líquido
también engorda. Cerró los ojos y en medio de una discusión esotérica, se quedó
dormida. Su marido no se movió pero no pudo reprimir un suspiro.
En la habitación de servicio ella se humedece el labio
superior con una lengua rosa. Alejandro acelera por Constitución y vos estás
pensando que planea una incursión a la cama estrecha y alta; claro que eso no
te convierte en un genio. Después de todo, vos mismo una vez. Pero ojo, no te
distraigas. Acosta padre se está deslizando fuera de la cama y antes de salir
del dormitorio va a volverse a mirar a su mujer, ese bulto voluminoso que
resuella en la penumbra, un buque anclado por poderosas píldoras. Alejandro
gira a la izquierda y yo me resisto a un burdo juego de palabras. Así que mejor una
escalera alfombrada, y ya en planta baja, Acosta padre vacila entre la cocina
fácilmente justificable y el pasillo que conduce a la habitación prohibida.
Arriba, en la bodega del buque, la pastilla celeste
pierde su maquillaje y muestra su sonrisa anfetamínica. El buque se inclina a
estribor peligrosamente. Acosta se decide por el pasillo, pero se dirige a la
cocina. Tiene la boca seca.
Alejandro apaga el motor y el auto se desliza por la
pendiente. El envión alcanza para atravesar el portón que Alejandro dejó
abierto. El auto se detiene sin ruido sobre las lajas del parque. Alejandro
enciende un cigarrillo sin bajarse. Acosta padre bebe otro vaso de agua sin
encender la luz. Rememora y se deja invadir por un sentido de justicia que se
le instala en el vientre y lo habilita, como en el pasado cercano, para ejercer
el derecho de pernada. El buque queda escorado sobre la derecha sin despertarse
y ella, sin sacar el brazo de abajo de la almohada, por fin se mueve : con un
gemido voluptuoso el cuerpo moreno gira y la tela gastada se tensa por una
plenitud que te encabrita el edipo y te hace pensar en el asesinato mientras tu
mujer, ajena al peligro, sigue frente al televisor.
Mientras tanto trato de pasar algún aviso.
¿Ves estas marcas?.
Alejandro baja del auto.
Electricidad, sabés?.
Acosta se sorprende arreglándose el pijama.
Me ataron un cable en el tobillo.
A bordo del buque hay un motín.
Me sacaron los zapatos.
La pastilla intrusa está amotinando a la tripulación.
Alejandro entra por la puerta del lavadero que da al fondo. El padre abandona
la cocina.
Me metieron una esponja entre los dientes.
Ya pensaste un final. Hace siete años Alejandro
tenía doce y el buque ya tomaba pastillas. Al padre todavía no lo habían
ascendido a coronel y yo nunca me olvidaba los documentos cuando la acompañaba
a ella hasta esa casa. Salvo una vez.
Ahora veamos quién llega primero, padre o hijo. No
importa . Ella lo va a dejar hacer. Va a fingir de un modo notorio que duerme,
para que cualquiera crea que esa actitud forzada es un consentimiento.
Recién entonces, cuando la cama gima con un excitado
peso adicional, ella va a sacar el brazo que oculta debajo de la almohada.
Seguramente su mano va a estar firme, y el revólver amartillado, como tantas
veces le repetí.
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