lunes, 9 de junio de 2014

Banco

Sonó el teléfono. Yo seguí inventando cifras. Luis levantó el tubo:
-Axxon - dijo, y enseguida lanzó una risotada. Seguramente era el cuñado o el primo, o el yerno de su tía Clementina. Es un tipo con mil parientes. Todos llaman.
Fui hasta el cuarto contiguo. Un office con una pequeña cocina, una mesa, cuatro sillas y un armario. Uno de los peones preparaba mate y tostaba pan.
-Buen día José- dije
-Buen día Sr. Burgos, Llegó justo- sonrió y me tendió el mate. Me tumbé en una silla y lo tomé. Odio el mate. José dijo:
-¿Vio el programa anoche? Estuvo el presidente
-¿y?
-Parece que vamos a salir. Hay arreglo con el Fondo
-Cagamos- dije.
A José le gusta hablar de política. Dispara un montón de slogans partidarios. Está lleno de fe; dice que hay que trabajar, que no hay que bajar los brazos. Gana 460 por mes. Es evangelista, 30 años, casado, dos hijos pequeños. Su mujer parece una heladera comercial con anteojos. Cuando me la presentó creí que era su madre. Tienen una casita en las afueras, a medio construir. También tienen un cantero de rosas. Ese día la heladera cortó la mejor y me la dio, "para su mujer". Recordé a Laura. Sabía que estaba embarazada de nuevo. Acepté la rosa. José agradeció mi silencio con un guiño. Guardé la rosa hasta que se pudrió. Soy un tipo sentimental.
José estaba diciendo algo sobre el aumento de la producción
-Lo que pasa es que la gente está muy quieta. Tenemos que poner el hombro entre todos
-Claro- dije. Él se quedó esperando mi estallido, tratando de no sonreír. Cuando me siento magnánimo respondo a sus provocaciones. Me sentía magnánimo
-Claro- repetí; le devolví el mate- Hay que poner el hombro, sí señor. Porque esto de poner el culo no funciona. Lo que el presidente dijo es que vamos a salir por el fondo en bolas y a los gritos. Vos no oíste bien porque tenés un panfleto en cada oreja-. José reía tratando de embocar el agua dentro del mate. Prendí un cigarrillo. Se puso serio.
-¿De veras no cree?
-De veras no creo- respondí también serio.
-Pero este es un país rico
- Ese es el problema: Si perdés una billetera vacía, a lo mejor te la devuelven.- Me arrepentí en el acto. Me gusta dejarle una salida. Ahora iba a tardar como veinte minutos en recuperar la fe. Los evangelistas son así.
Volví a mi escritorio. Luis tecleaba. Es el jefe. No logra ser un idiota completo; aporrea la calculadora y vocifera a los peones del depósito. Se hace llamar Sr. Rondera. Nunca entendí como logra apretar una sola tecla por vez. Utiliza un índice que parece una morcilla, pero menos elegante. Me quiere. Le alcanzo café, le digo que no debería trabajar tanto, que merece ganar el doble. A cambio me cuenta la última  porno que vio. Tiene dos hijos en la escuela industrial y una mujer que todavía no es obesa.
Metí unos cuantos papeles en mi portafolio. Luis estaba hurgándose la dentadura con su famosa morcilla
-Mierda- dijo -Anoche comí cordero y se me metió un huesito en la muela
-Fantástico
- Me hizo ver las estrellas
-¿Llamó alguien?- Yo anotaba cosas muy concentrado. No paro de trabajar.
-No, nadie. Le pedí a Graciela las pinzas de depilar y me lo saqué; pero me parece que quedó algo
-Consultá con el ginecólogo
-je
 Lo dejé con su sonrisa y salí. Hacía frío, pero igual debía romper el levanta-vidrio del VW. Conduje despacio por Av. Colón hasta la costa. Eran las diez. El mar estaba planchado y azul; no había pájaros. Me detuve en un semáforo y abrí la ventanilla. Apoyé el codo sobre el vidrio y forcé la manivela hasta que, con un crujido, comenzó a girar en falso. Seguí por la costa hasta el puerto y estacioné frente al Michelángelo. Compré el diario, entré. Ana no estaba. Me senté de espaldas a la puerta y ordené café y cognac. El lugar estaba concurrido. Patrones de pesca, comerciantes, algunas empleadas de las que entran y salen con mensajes y bamboleo. Lindo lugar si a uno le gustan las divisiones intermedias. Ningún extremo a la vista. Ni los que cortan el bacalao ni los que salen a capturarlo con las manos partidas y la línea de flotación a la altura  de las rodillas. Solamente tipos que la ven pasar, supervisores. Yo.
Ana no vino. Pagué y salí.
En Cabo Corrientes me detuve a visitar a un cliente. Todo bien "pero necesito un poco más de financiación". Al rato seguí despacio por la costa, dejando que pasaran los minutos, evitando pensar en el día siguiente, meditando en la contradicción que implica evitar pensar en algo. Tengo cierta habilidad para esas idioteces. Puedo dedicar una noche entera a no pensar en Ana, y a la mañana, descubrir que produje una omisión tan nítida que si le paso el dedo por borde dibujo su cara en negativo.
Llegué al banco a las doce. Le pedí un resumen al tesorero. Tenía trabajo. Me odia pero debe disimularlo. Sella unas boletas como si estuviera golpeándome el cráneo. Y sonríe. Mañana se va a alegrar, van a golpearme el cráneo con algo más apropiado que un sello. No me importa; para ganar dinero -mi abuela no se cansaba de repetirlo- hay que usar la cabeza.

Liebfraumilch. Estoy en la frontera con el martes y me propongo atravesarla dormido. Comí con alguna ceremonia. Pollo frito, puré de manzanas, budín y café. Liebfraumilch, antes, durante y después. O duermo o canto la Traviatta el resto de la noche; con el riesgo de quedar planchado a la mañana y que todo se vaya al demonio. Porque andá a explicarle a Bonifatti, con sus zapatos enormes, brillantes como ataúdes, que todo estaba perfectamente planeado: Él invisible, el VW en la playa de estacionamiento "había lugar para estacionar más cerca del banco pero se estropeó la ventanilla. No podía cerrarla así que etc.". Pero resulta que Liebfraumilch. El primer medio litro parece inofensivo, pero la segunda botella nos costó 260 mil dólares. Así que Bonifatti disculpame. En cuanto se me ocurra otra idea, te llamo. Mejor dormir, para tener la cabeza despejada. Y que me la rompan.
No soñé, me desperté a las siete, me duché, me vestí, tomé tres tazas de café y salí. Había llovido durante la noche.
Entré a la oficina. Saludé a Luis con un bostezo. Tecleaba. Dijo
-Llamó Santander, que Berstein nos liquida antes del martes. Van a entrar a caerle notas de débito
-Estuve ayer. Me pidió más plazo
-Está loco
-Claro- dije - Un café y lo voy a ver
-Tratá de volver para las diez. Hay banco
-Mierda, sí- dije mientras me alejaba. Preparé café, le alcancé una taza  y enseguida salí para lo de Santander.
El tipo no estaba. Le dejé una nota y fui hasta el autoservicio anexo a comprar alimentos. Algunas latas, frutas, un par de botellas. A mí que me revisen; soy un tipo doméstico.
Volví a la oficina a las diez y quince. En mi escritorio me esperaban un par de sobres grandes de papel Manila
-Doscientos veintiséis- dijo Luis sin levantar la vista- Y un cheque de Comarsa de treinta y dos. De paso pedí un corte de hoja y fotocopiala
-Va a llamar Santander. Decile que a las doce lo vuelvo a visitar
Salí tranquilo. Una línea de Borges habla de imponerse un futuro tan irrevocable como el pasado. Un bicho el tipo.
La gorda de la playa de estacionamiento me tendió un ticket amarillo. Constaba la hora de entrada y el número de patente del VW. Lo guardé y salí llevando los sobres.
Traté de no mirar a mi alrededor. Vi a un grupo de chicos dirigido por  maestras de celeste. Delante de mí una mujer enorme rengueaba ligeramente; llevaba una bolsa de supermercado. Cerca de la esquina había un agente de tránsito -un estudiante de los que contratan en el verano-, algunos jubilados rumbo a  plaza San Martín y unas pocas personas en la parada del 51. Fijé la vista en la vereda amarilla y apreté el paso rebasando a la enorme mujer de la bolsa. Estaba un paso delante de ella cuando sentí el golpe, sorprendente, nítido. "Y débil" comenzaba a pensar mientras intentaba echar a correr. Entonces alguien le prendió fuego a mi coxis. La llamarada subió como un rayo por la columna vertebral haciendo estallar un tambor de nitroglicerina en mi nuca. Me gustó. Mientras caía a un lago amarillo, sentí que me arrebataban los sobres. Alcancé a ver un par de ataúdes que se alejaban hasta perderse en la oscuridad. Eran enormes y brillantes.    


Tres días en la clínica. Quince de reposo y quince más de licencia hasta mis vacaciones. Me visitó un  directivo de Axxon -un yanky con cara de yo no fui-. Luis me entregó un sobre, once mil dólares en concepto de seguro más un plus por desempeño laboral. José y la heladera estuvieron toda una tarde. Ella preparó un caldo milagroso. Cuando creyó que realmente me enojaba, José, los ojos nublados, aceptó el sobre con el seguro de Axxon. Bonifatti fue puntual. Ana no vino.

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