El auto se había recalentado, el motor hacía un ruido como si en su interior, Robocop estuviese fornicando con una lavadora
automática. Faltaba menos de un km para la estación de servicio. Aceleré y la cosa
se puso realmente apasionada. Cerré el contacto y dejé que el auto se deslizara
en silencio los últimos metros (soy un aguafiestas).
Se acercó un muchacho con el overol de YPF y los utensilios
para limpiar vidrios. Le entregué un billete, le pedí que llenara la cubeta de
líquido refrigerante y entré a la cafetería. El interior estaba fresco, desolado pero expectante como si se dispusiera
a recibir a una multitud sedienta. Yo tenía sed. Los últimos doscientos km bajo
el implacable sol de enero… bueno tenía sed. Así que pedí cerveza en el mostrador
atiborrado de golosinas. Entre un dispenser de chicles y una torre de alfajores
la muchacha morena deslizó hacia mí una bandeja de plástico. Junto a la cerveza
y el vaso frío había un par de platinas con maníes salados y papas fritas.
Pagué y la muchacha dijo “Gracias señor” con
voz metálica y mirando sobre mi hombro. Llevé todo a la mesa más cercana
calculando que en algo más de una hora anochecería. Eran las seis, para las siete Robocop habría
recuperado la compostura y yo estaría dispuesto a recorrer los últimos
trescientos km hasta Moreno. Todo un plan.
Pero falló.
Si necesitan que un plan falle, llámenme. Soy Carlos Medina,
argentino, soltero, cuarenta años bien llevados, nadie sabe hacia dónde.
El primer trago de cerveza me había hecho entrar a un mundo
más amable, con más árboles y menos aire detenido vibrando sobre el asfalto caliente.
Entonces alguien atravesó las puertas del local como si hubiese querido
arrancarlas. El hombre, grueso, trastabilló inseguro hacia el mostrador,
parecía cegado por el sol. Antes de llegar, me vio. Y se detuvo. A un metro de mi mesa pareció agazaparse como
un leopardo. Un leopardo gordo de cincuenta años, vestido con un ajado traje de
lino manchado de polvo y sudor
-Tengo plata- dijo y adelantó las manos como para detenerme.
Yo no me había movido
-Mucha… -agregó- Es decir no acá, me la quitaron, pero…
bueno, soy rico. ¿El Chrysler …es suyo?
Volví a llenar el vaso y se lo tendí en silencio, no me moví
de la mesa. Se acercó sin dejar de mirarme. Lo tomó, estuvo a punto de decir
algo. Finalmente, empinó el vaso y bebió de pié hasta la última gota. Casi se
lo podía oír sisear. Apoyó con cuidado el vaso, lo volví a llenar y él asintió repetidamente
-Gracias- dijo por fin- Caminé cuatro km… el sol… nos asaltaron. Mariela… ella. Nos
atravesaron la camioneta, eran dos, uno estaba armado, yo traté… quise… pero gatilló junto a mi cara. Sigo aturdido
Yo ya tenía el móvil y me disponía a llamar. El tipo apoyó una
zarpa húmeda sobre mi mano
-No, por favor, usted no entiende. Ella… Sólo necesito su
auto, se lo devolveré y le pagaré bien. Soy rico
-Usted es rico y ellos siguen armados- dije. No me oyó
-El que estaba armado fue el que me obligó a tenderme en la
banquina, se llevó mi auto. El otro... Ella subió a la camioneta, yo estaba
sordo pero vi. Mariela… Ella le dijo algo. No pude oírla. Pero la vi. Sonreía.
Supe que no era sólo sudor lo que mojaba sus mejillas. Apartó
la silla y se desplomó mirándose las manos. No era un leopardo. Era un perro,
un bulldog sobrealimentado al que habían
apaleado. Sentí furia, no me pregunten. Empezó a decir algo. No quise
escucharlo
-Cállese- dije brutalmente- Usted es rico y quiere mi auto
para correr detrás de su mujer
-¿Mi mujer? ¡Mariela es mi hija!
Miré hacia el mostrador. Nunca nadie fue tan imbécil. La
muchacha morena apartó la vista y fingió acomodar unas golosinas
-Con una condición- dije ya casi arrepentido- yo manejo.
Usted trate de refrescarse, mójese la cara. Debo tener alguna camisa en mi
equipaje
-Gracias. Usted es un buen tipo, gracias. Yo le pagaré
-No vuelva a decirlo. Empiezo a entender a su hija. Mi
nombre es Carlos Medina
Se puso de pie asintiendo
-Soy Figueras, Antonio Figueras- dijo y se dirigió hacia el baño
Fui hasta el auto y busqué en mi equipaje una camisa
holgada, una toalla. Tomé mi bolso con cosas de aseo y volví a entrar
Figueras estaba doblado sobre el lavabo. Se mojaba el cuello
grueso, enrojecido por el sol y la hipertensión. Dejé las cosas a su alcance y
salí del baño.
La muchacha del mostrador hablaba por teléfono. Cuando me
vio cortó la comunicación. Le hablé lento, con clama. Todo estaba bien.
- Quiero dos botellas de agua, media docena de esos
bocadillos con jamón, cigarrillos y una petaca de whisky. “Camell”. También un
blíster de aspirinas. En una bolsa, por favor.
-Enseguida, señor- el metal de su voz había desaparecido.
Tenía manos hermosas.
Salí con mi pedido y lo puse en el asiento trasero del auto.
El muchacho del overol me saludó con una venia desmañada. Le hice señas de que
se acercara. Le di las llaves, le pedí que llenara el tanque de combustible
-Va a llover- dijo y puso el motor en marcha
Antonio Figueras salió del local con mi bolso. Traía su ropa hecha un bollo bajo el brazo, miró en torno, se acercó a un
cesto de desperdicios y arrojó las prendas.
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