Es una mañana densa, uno abre la puerta, sale y siente que en
lugar de salir, entra. Una mañana opaca,
gris, de contornos indefinidos, como una empleada municipal a punto de
jubilarse. De modo que salgo de casa y entro a la empleada, con la sana intención
de caminar envuelto en bruma hasta la avenida. Ganas de encontrar en la
cafetería a un grupo de conspiradores que planeen derrocar algo, lo que sea. La
más fanática es ella, que a los 21 quiere salvar a las ballenas y acabar con
estos hijos de puta, los que sean. Hasta que consiga novio, claro, el que sea. Es
domingo. Esa clase de humor esta mañana.
Un rayo de sol le abre el escote a la empleada. De pronto
todo se pone Monet. Además quiero café, no sólo una excusa para anclarme a la
mesa, de verdad quiero café y hasta una medialuna. Podría incluso hojear el
diario, con el pocillo en la mano y cara de ciudadano responsable. Traspongo la puerta del local y
compruebo que la conspiración es entre el ruido de vajilla, el olor del café y
el etcétera del lugar, componiendo ese aire de familia, que me conforta y un
poco me reconcilia con la empleada municipal a la que el esforzado sol de las
nueve comienza a colorearle las mejillas. Si hasta parece que todavía le faltan
unos años para jubilarse y, viéndola desde esta mesa, a través del cristal…qué
sé yo, he bailado con tías menos agraciadas. De manera que es domingo, estoy
desayunando y aunque el mundo no es completamente teta, por lo menos oculta sus
perfiles más dificultosos, le da un merecido descanso a mi tranquila misantropía.
En el lugar quedan aún algunos despojos de noche prolongada, algún maquillaje
desmayado, cuatro, cinco náufragos de sábado en una mesa de reiterados cafés
luchando (y perdiendo) contra la resaca repetida. Una muchacha sola que parece
haberse comido a un caníbal, una pareja que no va a prosperar porque él la ama
y ella tampoco. Y la fauna dominical, bancarios en joggings hojeando la prensa.
Matri monios, yo, respirando, imaginate
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