Abuela Ñeca se interna en el pequeño jardín del fondo.
Detrás de la glorieta, el reino orlado de azaleas, parece celebrar su llegada
con una profusión multicolor de luces y de sombras. Ñeca es lavanda, ya casi
oculta detrás del aromático arbusto. A punto
de desaparecer estalla en escorzos amarillos; es la retama que exalta de oro
efímero el delgado cuerpo que avanza. Algún retoño la demora. Ñeca, entonces, prodiga
con su regadera una acotada lluvia de verano, génesis de un arroyo mínimo que
encharcará las raíces del laurel y discurrirá rumoroso (como es debido) entre
los canteros que empiezan a renegar de cualquier pretensión geométrica. El
solitario abedul se multiplica en el cristal líquido que busca su cauce. Ñeca se
interna en ese bosque umbrío. Deja que la brisa del estío le arrebate los años,
los desprenda de su cuerpo ajado, como hojas marchitas. A la orilla del arroyo,
vuelve a sentir la lozanía tensa de su piel adolescente, la urgencia de su
sangre, el pánico ansioso de la espera. Hunde las manos como jazmines en la
frescura del agua. Ve su rostro de Muñeca en el espejo líquido. La seda de sus
mejillas se arrebata cuando la fronda murmura a su espalda y oye los sigilosos
pasos, como la primera vez.
Al anochecer, no
faltará quien crea que abuela Ñeca yace muerta en el jardín.
Un texto con una carga poética impresionante, es un verdadero placer leerlo. Me alegra enormemente se haya abierto esta puerta. Un abrazo, amigo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Andrés
ResponderEliminarUn abrazo.
Placer, placer y más placer.
ResponderEliminarMuchas gracias, Anónimo
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