Líberman sumaba. Usaba anteojos de marco negro
sobre una nariz inquisidora. Extremadamente delgado, a los 38 años
seguía rehuyendo la luz del sol, las reuniones numerosas, la lasagna, los
libros de Soriano. Vestía ropas oscuras, discretas, dos talles más grandes. Al
anochecer flotaba, alto, apenas encorvado, hasta la confitería
Plaza, su lugar preferido ese verano. Allí sumaba.
Elegía, entre las mesas de la vereda, alguna
ubicada en el perímetro, cerca del cordón de la calle poco transitada. Rara vez
necesitaba ordenar. De hábitos inamovibles, se sentaba mirando hacia los
árboles del parque y, momentos después, el mozo depositaba frente a él, el
servicio de te, la copita de anís, el agua mineral. No rehuía el
trato con sus conocidos, pero éste, casi nunca excedía el saludo, algún
intercambio de formalidades, la cortesía distante. Sumaba, y soportaba a veces,
con menos resignación que indiferencia, la efusión distraída de algún recién
llegado que, con gestos ampulosos, encontraba en Líberman una ocasión de dar a
conocer su arribo al resto de los circunstantes. -entre los que, por cierto, no
faltaban las muchachas-. Liberman se dejaba entonces palmear
mientras el advenedizo miraba en torno con evidente afán estratégico,
hasta que, efectuado el relevamiento, se alejaba murmurando una disculpa.
Primero un sorbo de agua, luego la copita y, por
último, el té verde deslizándose lento sobre el sedimento edulcorado del anís.
Entonces comenzaba la suma.
Dejaba que las cifras lo tomaran. A veces
desechaba una garganta tersa que hubiese enriquecido su
adición, de haber podido sustraerla al matiz histérico con que en ese momento
palpitaba. En la mesa vecina, la muchacha, ponía fin a su carcajada, ajena a la
secreta decepción de Líberman.
Las cifras se multiplicaban. La confitería
Plaza era pródiga en gestos y texturas, en siluetas de belleza
armónica, en sosegados perfiles, en labios de sensualidad renacentista, en ojos
de fulgor ávido o desolado, rasgos, tiernos o heroicos, entrevistos, evaluados,
generalmente rechazados por el involuntario rigor selectivo de Líberman que,
encendía un cigarrillo y vislumbraba, entre las volutas de humo azul, la línea
virginal de un seno pujando la seda pálida. Nunca la muchacha entera; nunca el
registro deliberado y completo de una mujer. Dejaba, simplemente,
que estas aportaran datos como escorzos de una tela inconclusa. Una tela en la
que Líberman sumaba, componía y ensamblaba, con precisión minuciosa, las cifras
parciales de un anhelo profundo del que no tenía conciencia.
Pocos datos de
la cambiante profusión, lograban atravesar el fino entramado de ese
tamiz. Cuando esto ocurría, cuando la perfecta curva de un hombro desnudo o el
marfil de unas manos vulneraban su riguroso sistema de preferencias, Líberman
se angustiaba. Dejaba sobre la mesa una propina generosa y se alejaba hacia la
esquina más distante, hasta que la oscuridad lo envolvía. Entonces, invisible,
cruzaba la calle y se internaba en las sombras del parque. El olmo centenario,
rodeado de setos y canteros, se alzaba frente a la confitería. Desde allí
Líberman acechaba, la vista fija, congelada sobre la portadora de esa nueva
cifra irrevocable.
Y esperaba. No sabemos si tenaz o por completo
ajeno al transcurso del tiempo, hasta que la muchacha, por
fin abandonaba el lugar y se alejaba, sola o acompañada, ignorando
en todo caso, que una sombra sigilosa registraba su itinerario.
Los hallazgos comenzaron a mediados
de marzo. Las ablaciones eran límpidas, de prolijidad quirúrgica. Ninguna
mutilación se repetía, ninguna obsesión manifiesta por un sector determinado
del cuerpo femenino, revelaba el patrón del espanto. Líberman cometió un solo
error. En la confitería frente al parque, único punto común entre las víctimas,
el mozo recordó la ausencia repentina y definitiva de ese hombre solitario y
generoso.
En un caserón decadente de avenida Montes
de Oca, dimos con su madre, anciana, casi ciega. Se prodigó en lágrimas y
pormenores que en nada contribuyeron a determinar el paradero de su hijo.
Sabemos que se ausentó pretextando un viaje turístico al sur del país. Sabemos
que cerró su cuenta bancaria luego de retirar una suma abultada. Que porta en
su equipaje el instrumental médico de su padre muerto.
Y algo más, algo que nos
desvela y nos planta frente a nuestra propia impotencia. Lo supimos Ferreira y
yo, mientras oficiábamos la guardia. Habíamos agotado las hipótesis.
Distraíamos ese tiempo quieto de la madrugada, completando morosamente los
últimos tramos de un puzzle repetido; Ferreira notó que faltaban algunas
piezas. -Está incompleto -dijo.
Antes que terminara la frase, ambos
comprendimos.
Líberman
es alto, pálido, delgado; la levedad de su miopía podría permitirle prescindir
de los anteojos; sabemos que prefiere el té verde; que se conduce con urbana
discreción; que paga generosamente. Que, casi sin proponérselo, elige y suma,
en un lugar insospechado, las piezas que aún le faltan para completar la
pesadilla.