miércoles, 29 de octubre de 2014

Santo oficio

No tiene amigas. Se acercan, la saludan, le dicen alguna cosa y hasta le sonríen. Pero no tiene amigas. Creo que le temen y que ese temor no tiene que ver con que sea hermosa. Es algo peor. Con los tipos es letal. Más de un galán experto se le acerca y ensaya su mejor perfil, lleno de optimismo, para quedar congelado a la primera mirada que ella le dispara. No querés estar ahí cuando te mira así. Es una suerte que no estemos en la Edad Media. En la aldea ya estarían  santiguándose, y acumulando leña. Se lo digo (es que no puedo dejarla en paz cuando está así de espaldas, medio dormida) Le cuento toda la historia. La Legación Inquisitorial entrando a la aldea por la calle principal, reclamada por el devoto cagaso de los pobladores y los piadosos oficios de La Sacra Comisión Directiva del Mariano Moreno, que juran haberte visto volar desde el campanario de Nuestra Señora Bastante Inmaculada, hasta la panadería del tano Pontecorvo (¡vos también..! podrías haber ido a comprar pan caminando). Ella sigue quieta, pero  sé que sepulta en la almohada la mitad de una sonrisa. Y es una pena, no es un fenómeno que ocurra con frecuencia. La Santa  Comitiva avanza, erizada de cruces y pendones, con olor a incienso y a naftalina. Avanza por acá, digo y deslizo mi dedo por su espina (porque cualquier excusa me pone cartográfico) y desciende a lo largo de la calle con majestuosa lentitud, flanqueada por los prosternados fieles, ansiosos de colaborar con el Santo Oficio, cada uno con su sagrada biblia y su caja de fósforos de seguridad “Tres Patitos” porque vieron tus ojos y todos saben que son una herejía verde (que es de las peores). Y así, hasta el juicio francamente sumario y la anhelada condena a morir abrasados en el fuego de otra Santa Inquisición.

viernes, 24 de octubre de 2014

La cita



Abuela Ñeca se interna en el pequeño jardín del fondo. Detrás de la glorieta, el reino orlado de azaleas, parece celebrar su llegada con una profusión multicolor de luces y de sombras. Ñeca es lavanda, ya casi oculta detrás del  aromático arbusto. A punto de desaparecer estalla en escorzos amarillos; es la retama que exalta de oro efímero el delgado cuerpo que avanza. Algún retoño la demora. Ñeca, entonces, prodiga con su regadera una acotada lluvia de verano, génesis de un arroyo mínimo que encharcará las raíces del laurel y discurrirá rumoroso (como es debido) entre los canteros que empiezan a renegar de cualquier pretensión geométrica. El solitario abedul se multiplica en el cristal líquido que busca su cauce. Ñeca se interna en ese bosque umbrío. Deja que la brisa del estío le arrebate los años, los desprenda de su cuerpo ajado, como hojas marchitas. A la orilla del arroyo, vuelve a sentir la lozanía tensa de su piel adolescente, la urgencia de su sangre, el pánico ansioso de la espera. Hunde las manos como jazmines en la frescura del agua. Ve su rostro de Muñeca en el espejo líquido. La seda de sus mejillas se arrebata cuando la fronda murmura a su espalda y oye los sigilosos pasos, como la primera vez.

     Al anochecer, no faltará quien crea que abuela Ñeca yace muerta en el jardín.