No tiene amigas. Se acercan,
la saludan, le dicen alguna cosa y hasta le sonríen. Pero no tiene amigas. Creo
que le temen y que ese temor no tiene que ver con que sea hermosa. Es algo
peor. Con los tipos es letal. Más de un galán experto se le acerca y ensaya su
mejor perfil, lleno de optimismo, para quedar congelado a la primera mirada que
ella le dispara. No querés estar ahí cuando te mira así. Es una suerte que no
estemos en la Edad Media. En la aldea ya estarían santiguándose, y acumulando leña. Se lo digo
(es que no puedo dejarla en paz cuando está así de espaldas, medio dormida) Le
cuento toda la historia. La Legación Inquisitorial entrando a la aldea por la
calle principal, reclamada por el devoto cagaso de los pobladores y los
piadosos oficios de La Sacra Comisión Directiva del Mariano Moreno, que juran
haberte visto volar desde el campanario de Nuestra Señora Bastante Inmaculada,
hasta la panadería del tano Pontecorvo (¡vos también..! podrías haber ido a comprar
pan caminando). Ella sigue quieta, pero
sé que sepulta en la almohada la mitad de una sonrisa. Y es una pena, no
es un fenómeno que ocurra con frecuencia. La Santa Comitiva avanza, erizada de cruces y
pendones, con olor a incienso y a naftalina. Avanza por acá, digo y deslizo mi
dedo por su espina (porque cualquier excusa me pone cartográfico) y desciende a
lo largo de la calle con majestuosa lentitud, flanqueada por los prosternados
fieles, ansiosos de colaborar con el Santo Oficio, cada uno con su sagrada
biblia y su caja de fósforos de seguridad “Tres Patitos” porque vieron tus ojos
y todos saben que son una herejía verde (que es de las peores). Y así, hasta el
juicio francamente sumario y la anhelada condena a morir abrasados en el fuego
de otra Santa Inquisición.
miércoles, 29 de octubre de 2014
viernes, 24 de octubre de 2014
La cita
Abuela Ñeca se interna en el pequeño jardín del fondo.
Detrás de la glorieta, el reino orlado de azaleas, parece celebrar su llegada
con una profusión multicolor de luces y de sombras. Ñeca es lavanda, ya casi
oculta detrás del aromático arbusto. A punto
de desaparecer estalla en escorzos amarillos; es la retama que exalta de oro
efímero el delgado cuerpo que avanza. Algún retoño la demora. Ñeca, entonces, prodiga
con su regadera una acotada lluvia de verano, génesis de un arroyo mínimo que
encharcará las raíces del laurel y discurrirá rumoroso (como es debido) entre
los canteros que empiezan a renegar de cualquier pretensión geométrica. El
solitario abedul se multiplica en el cristal líquido que busca su cauce. Ñeca se
interna en ese bosque umbrío. Deja que la brisa del estío le arrebate los años,
los desprenda de su cuerpo ajado, como hojas marchitas. A la orilla del arroyo,
vuelve a sentir la lozanía tensa de su piel adolescente, la urgencia de su
sangre, el pánico ansioso de la espera. Hunde las manos como jazmines en la
frescura del agua. Ve su rostro de Muñeca en el espejo líquido. La seda de sus
mejillas se arrebata cuando la fronda murmura a su espalda y oye los sigilosos
pasos, como la primera vez.
Al anochecer, no
faltará quien crea que abuela Ñeca yace muerta en el jardín.
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