Tendido en la reposera bajo el tamarindo, dejé que la noche
avanzara sobre el jardín. No estaba leyendo, debí quedarme dormido. No vi el
capítulo en que los colores primero se exaltan, y luego, en el final del ocaso, se resignan a esa democracia
de semitonos más bien promiscua que, por
último, muere de indiferencia. No vi nada. De pronto era la noche. Una noche de
verano, lunes, o sábado. Digamos jueves. Hacía como ochenta grados centígrados
y dos décimas. Los hectopascales estaban enfurecidos, ni una gota de viento,
nada que moviera las hojas del perejil. En fin, una ardiente noche de martes, sin un miligramo de brisa, un
cielo bajo, insomne. No tiritaban azules los astros a los lejos. La luz de la
luna apenas lograba iluminar la celulitis a unas nubes gordas, de un
catolicismo militante y vanidoso. Un asco. Y el teléfono estaba sonando en la
sala.
Mientras pensaba en abandonar la reposera y atender el
llamado, el maldito aparato dejó de sonar. Era la segunda vez que ocurría en la
última media hora. Diez minutos después volvió a sonar, y atendí.
-Hola
-Diosss!!
-Si- dije- soy yo
-¿No vas a venir?- Era Alejandra, mi hermana, enojada o
casi. Entonces recordé la reunión en Dexter. Definitivamente era viernes
-Estaba saliendo para allá- Yo no mentía. O sí. Pero sólo
por unos minutos. Iría. En cuanto encontrara una camisa saldría volando hacia
la jodida cafetería- Llego en quince- dije sintiéndome completamente idiota
“llego en quince” odio esos modismos estandarizados.
Mi hermana estaba diciéndome algo
-¿Qué?
-Están Mariela y Ricardo que quieren conocerte. Y Patricia
llamó que va a llegar dentro de un rato.
-¿Patricia?
-Si. Que tiene una hija que también escribe, yo te conté…
-Ah, si. Bueno, en veinte minutos estoy ahí
Tardé cuarenta y cinco. Lo que más me costó fue la camisa, y
estacionar a menos de quinientos metros del local.
Todo el mundo estaba en Dexter. Alejandra con sus amigos
ocupaba una de las mesas de la vereda. Pensé en escapar, pero ya era tarde. Me
había visto y agitaba la mano sonriendo. Amo a mi hermana, pero ella le dice a
todo el mundo que soy un tipo brillante, un genio. Y es verdad. Pero la mayoría
de las veces no tengo ganas de serlo. Avancé entre las mesas extrañando el
tamarindo, sabiendo que debería ser un genio para no frustrar las expectativas
que, seguro, mi hermana había generado entre sus amistades. No le podía fallar,
ella no me lo perdonaría. Imaginé una de
esas escenas donde el amo quiere mostrarle a un amigo las habilidades de su
perro “¡Sit Boby, sit!” Y el maldito caniche ni bola, “dame la patita” y el
hijo de puta, nada. No, no podía hacerle eso. Sería un genio. Además, ser un
genio cuando todo el mundo lo da por sentado, es fácil. No hay que hacer nada,
ni siquiera respetar las reglas de urbanidad mientras uno estrecha una mano,
dice “hola” a destiempo, besa alguna mejilla, mira con desconcierto el lugar, mostrándose
un poco intimidado. Claro, uno baja del Olimpo y cae en la vereda del Dexter
atestada de simples mortales. Y así. Mi hermana estaba exultante, sonreía.
Pensé en asesinarla
-…Y ella es Daniela, hija de Patricia. Es escritora
-Oh- dije sin mentir. Le estreché la mano –carajo- murmuré
mirándola a los ojos.
Eso fue genial.
Lástima que mi hermana sintió que debía traducirlo
-¿Viste qué hermosa?- dijo con voz de tía orgullosa. Daniela
se dejó rodear los hombros por el afectuoso brazo de mi hermana. No dijo nada
pero supe que ya éramos dos pensando en el asesinato.
Nos sentamos. Ricardo me tendió un chop de cerveza que
acepté asintiendo. Era un tipo sonriente, elegante, de un blanco teta, bancario
hasta las lágrimas. Supe enseguida que Mariela, su mujer, le elegía la ropa.
Pero bueno, él había elegido a Mariela o –en todo caso- se había dejado elegir
por ella. No podía ser un idiota completo. Ella era afilada, nítida, de límpidos
ojos negros. Nunca sería fácil desnudarla. Pero valía el esfuerzo. Además,
pensé, una vez desnuda, lo verdaderamente difícil sería volver a vestirla. Era
de esas. Dios, lo que sé de mujeres es impresionante. Era bella, debía serlo de
verdad para que yo pudiera verla después de haber mirado los ojos de Daniela.
En ese momento no los estaba mirando, pero los sentía. Entonces mi hermana me
pidió la patita
-¿Qué hacías, Carlos?
-Estaba en el jardín, organizando una expedición al polo sur
-Si, ja ja este calor es impresionante- Lo dijo Patricia que-tiene-una-hija-que-también-escribe
-Esto termina mal- afirmó Ricardo mirando el cielo- Mientras
no sea como lo de abril…
-¡Ay no!
No sé quién lo dijo. Todos hablaron al mismo tiempo. En abril nos había golpeado un tornado. Ocho meses después, el tema seguía
ocupando los primeros puestos de rating. Aproveché el entusiasmo para acabar
con mi cerveza y seguir sintiendo sus
ojos. Daniela, luz, ojos, silencio,
sostén ausente, renacentista. Mientras el tornado se abatía sobre la mesa, en
medio de un estruendo de árboles desarraigados “¡un espanto!”, tejados
voladores “¡horrible!” y el estallido de cristales “¡no sabés qué cagaso!”, en
medio de ese fragor, ella, en voz baja, dijo “Tengo hambre”. ”¿Dulce o salado?”
pregunté sin mirarla. “Áspero” dijo, y el amor me golpeó como una maza.
De pronto, aún rodeado de personas, uno descubre que no está
solo. No sé. Supe en ese momento, que bastaría tomarnos de la mano sin decir
una palabra, alejarnos entre las mesas y
perdernos en la noche. Lo supe porque soy un genio. Y ser un genio no tiene
nada que ver con entender, y menos aún con explicar. Ser un genio es saber. Y
yo supe.