martes, 29 de abril de 2014

El quinto elemento



Ahora… imagínate que estás sentado en tu umbral. Es una noche cálida, sin estrellas. Hay un cielo bajo, quieto. Las acacias de tu calle acentúan la oscuridad que se fragmenta en círculos dorados bajo las farolas. Más que fuera de tu casa, estás dentro de la noche. Como detenido en un segmento de tiempo en que el orbe te liberó, o por lo menos retrajo sus zarpas, “te soltaste” digamos ¿Nunca te pasó? ¿Nunca te sentiste así? Es como si dijeras… “bueno, después sigo”, como si te bajaras un rato de esto de estar vivo; de esto de “ser”.
Bien, así ¿estás? Ojo, no te pones filosófico ni nada. Sólo permaneces como un animal frágil, entregado. Ningún discurso que oponer al universo ¿En realidad, qué se puede  hacer? ¿Organizar una marcha?  ¿Elevar una enérgica protesta? Nada. Estás ahí, tranquilo, el trasero sobre el gastado escalón de mármol, blanco, el escalón… y el trasero. Ningún pensamiento voluntario. Te asalta alguna imagen, alguna palabra que quedó como atrapada. Pero nada, dejas que se disipe como una bruma. El cero psíquico. No ser, sólo estar. Ni siquiera quisiste ser astronauta o pirata, el corazón  no se te detuvo aquel día. Olvidaste a tus amigos, Bonifatti -el muy bestia- no te envió un cuento con desierto, camellos y dátiles firmado Abdul el Bolud -Arabia Sodomita-.
Entonces, bajo el cono de luz de la farola, la diva “Plava Laguna” comienza a cantar. Te envuelve, te arrebata, te acuna en un sueño al que siempre estuviste aferrado.  Al que estás aferrado desde antes de nacer, mientras casi sin saberlo alguien sigue quieto en el umbral.


lunes, 28 de abril de 2014

Novela de Chandler

El auto se había recalentado, el motor hacía  un ruido como si en su interior, Robocop  estuviese fornicando con una lavadora automática. Faltaba menos de un km para la estación de servicio. Aceleré y la cosa se puso realmente apasionada. Cerré el contacto y dejé que el auto se deslizara en silencio los últimos metros (soy un aguafiestas).
Se acercó un muchacho con el overol de YPF y los utensilios para limpiar vidrios. Le entregué un billete, le pedí que llenara la cubeta de líquido refrigerante y entré a la cafetería. El interior estaba fresco,  desolado pero expectante como si se dispusiera a recibir a una multitud sedienta. Yo tenía sed. Los últimos doscientos km bajo el implacable sol de enero… bueno tenía sed. Así que pedí cerveza en el mostrador atiborrado de golosinas. Entre un dispenser de chicles y una torre de alfajores la muchacha morena deslizó hacia mí una bandeja de plástico. Junto a la cerveza y el vaso frío había un par de platinas con maníes salados y papas fritas. Pagué y la muchacha dijo “Gracias señor” con  voz metálica y mirando sobre mi hombro. Llevé todo a la mesa más cercana calculando que en algo más de una hora anochecería.  Eran las seis, para las siete Robocop habría recuperado la compostura y yo estaría dispuesto a recorrer los últimos trescientos km hasta Moreno. Todo un plan.
Pero falló.
Si necesitan que un plan falle, llámenme. Soy Carlos Medina, argentino, soltero, cuarenta años bien llevados, nadie sabe hacia dónde.
El primer trago de cerveza me había hecho entrar a un mundo más amable, con más árboles y menos aire detenido vibrando sobre el asfalto caliente. Entonces alguien atravesó las puertas del local como si hubiese querido arrancarlas. El hombre, grueso, trastabilló inseguro hacia el mostrador, parecía cegado por el sol. Antes de llegar, me vio. Y se detuvo. A  un metro de mi mesa pareció agazaparse como un leopardo. Un leopardo gordo de cincuenta años, vestido con un ajado traje de lino manchado de polvo y sudor
-Tengo plata- dijo y adelantó las manos como para detenerme. Yo no me había movido
-Mucha… -agregó- Es decir no acá, me la quitaron, pero… bueno, soy rico. ¿El Chrysler …es suyo?
Volví a llenar el vaso y se lo tendí en silencio, no me moví de la mesa. Se acercó sin dejar de mirarme. Lo tomó, estuvo a punto de decir algo. Finalmente, empinó el vaso y bebió de pié hasta la última gota. Casi se lo podía oír sisear. Apoyó con cuidado el vaso, lo volví a llenar  y él asintió repetidamente
-Gracias- dijo por fin- Caminé cuatro  km… el sol… nos asaltaron. Mariela… ella. Nos atravesaron la camioneta, eran dos, uno estaba armado, yo traté… quise… pero  gatilló junto a mi cara. Sigo aturdido
Yo ya tenía el móvil  y me disponía a llamar. El tipo apoyó una zarpa húmeda sobre mi mano
-No, por favor, usted no entiende. Ella… Sólo necesito su auto, se lo devolveré y le pagaré bien. Soy rico
-Usted es rico y ellos siguen armados- dije. No me oyó
-El que estaba armado fue el que me obligó a tenderme en la banquina, se llevó mi auto. El otro... Ella subió a la camioneta, yo estaba sordo pero vi. Mariela… Ella le dijo algo. No pude oírla. Pero la vi. Sonreía.
Supe que no era sólo sudor lo que mojaba sus mejillas. Apartó la silla y se desplomó mirándose las manos. No era un leopardo. Era un perro, un bulldog  sobrealimentado al que habían apaleado. Sentí furia, no me pregunten. Empezó a decir algo. No quise escucharlo
-Cállese- dije brutalmente- Usted es rico y quiere mi auto para correr detrás de su mujer
-¿Mi mujer? ¡Mariela es mi hija!
Miré hacia el mostrador. Nunca nadie fue tan imbécil. La muchacha morena apartó la vista y fingió acomodar unas golosinas
-Con una condición- dije ya casi arrepentido- yo manejo. Usted trate de refrescarse, mójese la cara. Debo tener alguna camisa en mi equipaje
-Gracias. Usted es un buen tipo, gracias. Yo le pagaré
-No vuelva a decirlo. Empiezo a entender a su hija. Mi nombre es Carlos Medina
Se puso de pie asintiendo
-Soy Figueras, Antonio Figueras- dijo  y se dirigió hacia el baño               
Fui hasta el auto y busqué en mi equipaje una camisa holgada, una toalla. Tomé mi bolso con cosas de aseo  y volví a entrar
Figueras estaba doblado sobre el lavabo. Se mojaba el cuello grueso, enrojecido por el sol y la hipertensión. Dejé las cosas a su alcance y salí del baño.
La muchacha del mostrador hablaba por teléfono. Cuando me vio cortó la comunicación. Le hablé lento, con clama. Todo estaba bien.
- Quiero dos botellas de agua, media docena de esos bocadillos con jamón, cigarrillos y una petaca de whisky. “Camell”. También un blíster de aspirinas. En una bolsa, por favor.
-Enseguida, señor- el metal de su voz había desaparecido. Tenía manos hermosas.
Salí con mi pedido y lo puse en el asiento trasero del auto. El muchacho del overol me saludó con una venia desmañada. Le hice señas de que se acercara. Le di las llaves, le pedí que llenara el tanque de combustible
-Va a llover- dijo y puso el motor en marcha

Antonio Figueras salió del local con mi bolso. Traía  su ropa hecha un bollo  bajo el brazo, miró en torno, se acercó a un cesto de desperdicios y arrojó las prendas.

jueves, 24 de abril de 2014

Granero


Un granero en la falda verde de la loma; color óxido, capturando el último sol del atardecer. Un granero que mienta la fragilidad de la endeble obra humana, porque en realidad es una fortaleza inexpugnable. No es un lugar al que entrar. Se sale a él. Se sale a la fragante aspereza de los frutos de la tierra, a los pozos de fuego de Carlota, a la biblioteca secreta del abuelo, a la barra del más diabólico de los bares. Está todo allí. Hasta las obras completas de Alejandra, programadas por mi maldad que inventa razones para consolarte. Hay instrumentos musicales y superhéroes en la sala de juegos y, en lo alto, un telescopio con el que un niño puede aprender los nombres y navegar las órbitas de Canopus, Aldebarán, Sirio y Casiopea, mientras se calienta la sopa, o te miro mirar Amélie (¡otra vez, bebé) para después explicarte que la inventaste vos, que nunca fue tan buena hasta que tus ojos. Y la pila de heno ¡pobre! De nuevo desbaratándose porque la lluvia o el frío o los malditos hectopascales que andá a entender tan inocente maldad, tanta  malvada inocencia.

Comprenderás que no lo pueda envolver para regalo. Además, sé que es una vanidosa pretensión regalarte algo que es tuyo desde siempre. 

miércoles, 23 de abril de 2014

Fauna

Es una mañana densa, uno abre la puerta, sale y siente que en lugar de salir, entra. Una mañana  opaca, gris, de contornos indefinidos, como una empleada municipal a punto de jubilarse. De modo que salgo de casa y entro a la empleada, con la sana intención de caminar envuelto en bruma hasta la avenida. Ganas de encontrar en la cafetería a un grupo de conspiradores que planeen derrocar algo, lo que sea. La más fanática es ella, que a los 21 quiere salvar a las ballenas y acabar con estos hijos de puta, los que sean. Hasta que consiga novio, claro, el que sea. Es domingo. Esa clase de humor esta mañana.
Un rayo de sol le abre el escote a la empleada. De pronto todo se pone Monet. Además quiero café, no sólo una excusa para anclarme a la mesa, de verdad quiero café y hasta una medialuna. Podría incluso hojear el diario, con el pocillo en la mano y cara de ciudadano  responsable. Traspongo la puerta del local y compruebo que la conspiración es entre el ruido de vajilla, el olor del café y el etcétera del lugar, componiendo ese aire de familia, que me conforta y un poco me reconcilia con la empleada municipal a la que el esforzado sol de las nueve comienza a colorearle las mejillas. Si hasta parece que todavía le faltan unos años para jubilarse y, viéndola desde esta mesa, a través del cristal…qué sé yo, he bailado con tías menos agraciadas. De manera que es domingo, estoy desayunando y aunque el mundo no es completamente teta, por lo menos oculta sus perfiles más dificultosos, le da un merecido descanso a mi tranquila misantropía. En el lugar quedan aún algunos despojos de noche prolongada, algún maquillaje desmayado, cuatro, cinco náufragos de sábado en una mesa de reiterados cafés luchando (y perdiendo) contra la resaca repetida. Una muchacha sola que parece haberse comido a un caníbal, una pareja que no va a prosperar porque él la ama y ella tampoco. Y la fauna dominical, bancarios en joggings hojeando la prensa. Matri monios, yo, respirando, imaginate



lunes, 21 de abril de 2014

Kaos


Soy un tipo que toma café en una cafetería, sentado a la barra, codo a codo con otros tipos que no apartan la vista del diario. No hay ni un súcubo a la vista. Nada que amenace con vulnerar mi castidad. Tengo plata en el banco. Puedo comprar un atardecer. Un pasaje aéreo. Una Honda 750 y dos cascos, uno para la pelirroja que da grititos cuando acelero, grititos pelirrojos, no porque le tema a la velocidad, sino por los 750 cm de cilindrada que aceleran entre sus piernas y que ella compra como una promesa (Las pelirrojas son de comprar). Buen café. Se me llenan los ojos de lágrimas cuando miro al gallego. Es viejo, pulcro, serio. Hace café, lo hace bien. ¿Qué hace el maldito gallego? hace café bien. Apuesto una docena de pelirrojas a que nunca en su puta vida dijo una metáfora. Me emociona. Una vez le pregunté por su terruño. No dejó de frotar la taza con el paño de hilo blanco. Miró al pasado y con lentitud dijo “Coño”. No ganó el Nobel de literatura. Es un mundo injusto. Llevo años tratando de escribir coño. Vivo de no lograrlo, deposito cada fracaso en el banco, podría comprar un granero, color óxido al atardecer sobre una loma verde. El tipo de la izquierda levanta la vista del diario y mira sorprendido el mundo, se mira. Seguro acaba de divorciarse. Su ex esposa, preocupada porque él no se llevó el abrigo, todavía sigue descartando las razones, tratando de entender. Ella cocinaba con esmero y poca sal, lo despedía por la mañana, le sacudía una pelusa imaginaria en la chaqueta, la casa impecable. A las seis de la tarde, se quitaba los bigudíes, se peinaba, filtraba el café, le tenía el baño preparado, la ropa cómoda en una silla. “Nunca fallé”, sigue descartando. Y ni se entera que el espejo ya no la abarca por completo. Nada es más invisible que un espejo. Nada más canalla que un tipo que no tuvo la entereza de engordar a dúo. Te juro, amor, engordaré con vos, juntos amor, juntos. Juntos mi nena, siempre.

En el diario de al lado veo que en el Gran Mar reponen “Kaos” de los hermanos Taviani. Buscaré una mujer un poco narcisista que se maquille con fragmentos de su propia tragedia existencial. Le gustarán los Taviani. No, no le gustarán. Le gustará que yo dé por sentado que le gustan. Mejor me quedo en casa. Sopa. Seré valiente, soportaré llenar un solo tazón, llevarlo al sofá, beberte despacio, bajo la manta. Me prometiste. Y tengo todo, la luz que se tamiza en la cocina y el hambre, las risas esperando y las manos tendidas con una obstinación que andá a entender.

domingo, 20 de abril de 2014

Viernes



Tendido en la reposera bajo el tamarindo, dejé que la noche avanzara sobre el jardín. No estaba leyendo, debí quedarme dormido. No vi el capítulo en que los colores primero se exaltan, y luego, en el  final del ocaso, se resignan a esa democracia de semitonos más bien promiscua  que, por último, muere de indiferencia. No vi nada. De pronto era la noche. Una noche de verano, lunes, o sábado. Digamos jueves. Hacía como ochenta grados centígrados y dos décimas. Los hectopascales estaban enfurecidos, ni una gota de viento, nada que moviera las hojas del perejil. En fin, una ardiente noche  de martes, sin un miligramo de brisa, un cielo bajo, insomne. No tiritaban azules los astros a los lejos. La luz de la luna apenas lograba iluminar la celulitis a unas nubes gordas, de un catolicismo militante y vanidoso. Un asco. Y el teléfono estaba sonando en la sala.
Mientras pensaba en abandonar la reposera y atender el llamado, el maldito aparato dejó de sonar. Era la segunda vez que ocurría en la última media hora. Diez minutos después volvió a sonar, y atendí.
-Hola
-Diosss!!
-Si- dije- soy yo
-¿No vas a venir?- Era Alejandra, mi hermana, enojada o casi. Entonces recordé la reunión en Dexter. Definitivamente era viernes
-Estaba saliendo para allá- Yo no mentía. O sí. Pero sólo por unos minutos. Iría. En cuanto encontrara una camisa saldría volando hacia la jodida cafetería- Llego en quince- dije sintiéndome completamente idiota “llego en quince” odio esos modismos estandarizados.
Mi hermana estaba diciéndome algo
-¿Qué?
-Están Mariela y Ricardo que quieren conocerte. Y Patricia llamó que va a llegar dentro de un rato.
-¿Patricia?
-Si. Que tiene una hija que también escribe, yo te conté…
-Ah, si. Bueno, en veinte minutos estoy ahí
Tardé cuarenta y cinco. Lo que más me costó fue la camisa, y estacionar a menos de quinientos metros del local.
Todo el mundo estaba en Dexter. Alejandra con sus amigos ocupaba una de las mesas de la vereda. Pensé en escapar, pero ya era tarde. Me había visto y agitaba la mano sonriendo. Amo a mi hermana, pero ella le dice a todo el mundo que soy un tipo brillante, un genio. Y es verdad. Pero la mayoría de las veces no tengo ganas de serlo. Avancé entre las mesas extrañando el tamarindo, sabiendo que debería ser un genio para no frustrar las expectativas que, seguro, mi hermana había generado entre sus amistades. No le podía fallar, ella no me lo perdonaría.  Imaginé una de esas escenas donde el amo quiere mostrarle a un amigo las habilidades de su perro “¡Sit Boby, sit!” Y el maldito caniche ni bola, “dame la patita” y el hijo de puta, nada. No, no podía hacerle eso. Sería un genio. Además, ser un genio cuando todo el mundo lo da por sentado, es fácil. No hay que hacer nada, ni siquiera respetar las reglas de urbanidad mientras uno estrecha una mano, dice “hola” a destiempo, besa alguna mejilla, mira con desconcierto el lugar, mostrándose un poco intimidado. Claro, uno baja del Olimpo y cae en la vereda del Dexter atestada de simples mortales. Y así. Mi hermana estaba exultante, sonreía. Pensé en asesinarla
-…Y ella es Daniela, hija de Patricia. Es escritora
-Oh- dije sin mentir. Le estreché la mano –carajo- murmuré mirándola a los ojos.
 Eso fue genial. Lástima que mi hermana sintió que debía traducirlo
-¿Viste qué hermosa?- dijo con voz de tía orgullosa. Daniela se dejó rodear los hombros por el afectuoso brazo de mi hermana. No dijo nada pero supe que ya éramos dos pensando en el asesinato.
Nos sentamos. Ricardo me tendió un chop de cerveza que acepté asintiendo. Era un tipo sonriente, elegante, de un blanco teta, bancario hasta las lágrimas. Supe enseguida que Mariela, su mujer, le elegía la ropa. Pero bueno, él había elegido a Mariela o –en todo caso- se había dejado elegir por ella. No podía ser un idiota completo. Ella era afilada, nítida, de límpidos ojos negros. Nunca sería fácil desnudarla. Pero valía el esfuerzo. Además, pensé, una vez desnuda, lo verdaderamente difícil sería volver a vestirla. Era de esas. Dios, lo que sé de mujeres es impresionante. Era bella, debía serlo de verdad para que yo pudiera verla después de haber mirado los ojos de Daniela. En ese momento no los estaba mirando, pero los sentía. Entonces mi hermana me pidió la patita
-¿Qué hacías, Carlos?
-Estaba en el jardín, organizando una expedición al polo sur
-Si, ja ja este calor es impresionante- Lo dijo Patricia que-tiene-una-hija-que-también-escribe
-Esto termina mal- afirmó Ricardo mirando el cielo- Mientras no sea como lo de abril…
-¡Ay no!
No sé quién lo dijo. Todos hablaron al mismo tiempo.  En abril nos había golpeado un  tornado. Ocho meses después, el tema seguía ocupando los primeros puestos de rating. Aproveché el entusiasmo para acabar con mi cerveza  y seguir sintiendo sus ojos.  Daniela, luz, ojos, silencio, sostén ausente, renacentista. Mientras el tornado se abatía sobre la mesa, en medio de un estruendo de árboles desarraigados “¡un espanto!”, tejados voladores “¡horrible!” y el estallido de cristales “¡no sabés qué cagaso!”, en medio de ese fragor, ella, en voz baja, dijo “Tengo hambre”. ”¿Dulce o salado?” pregunté sin mirarla. “Áspero” dijo, y el amor me golpeó como una maza.
De pronto, aún rodeado de personas, uno descubre que no está solo. No sé. Supe en ese momento, que bastaría tomarnos de la mano sin decir una palabra, alejarnos entre las mesas  y perdernos en la noche. Lo supe porque soy un genio. Y ser un genio no tiene nada que ver con entender, y menos aún con explicar. Ser un genio es saber. Y yo supe.


sábado, 19 de abril de 2014

Auto de fe

No tiene amigas. Se acercan, la saludan, le dicen alguna cosa y hasta le sonríen. Pero no tiene amigas. Creo que le temen y que ese temor no tiene que ver con que sea hermosa. Es algo peor. Con los tipos es letal. Más de un galán experto se le acerca y ensaya su mejor perfil, lleno de optimismo, para quedar congelado a la primera mirada que Julieta le dispara. No querés estar ahí cuando ella mira así. Es una suerte que no estemos en la Edad Media. En la aldea ya estarían  santiguándose, y acumulando leña. Se lo digo (es que no puedo dejarla en paz cuando está así, de espaldas, medio dormida) Le cuento toda la historia. La Legación Inquisitorial entrando a la aldea por la calle principal, reclamada por el devoto cagaso de los pobladores y los piadosos oficios de La Sacra Comisión Directiva del Club Mariano Moreno, que juran haberte visto volar desde el campanario de Nuestra Señora Bastante Inmaculada, hasta la panadería del tano Pontecorvo (¡vos también..! podrías haber ido a comprar pan, caminando). Ella sigue quieta, pero  sé que sepulta en la almohada la mitad de una sonrisa. Y es una pena, no es un fenómeno que ocurra con frecuencia. La Santa  Comitiva avanza, erizada de cruces y pendones, con olor a incienso y a naftalina. Avanza por acá, digo y deslizo mi dedo por su espina (porque cualquier excusa me pone cartográfico) y desciende a lo largo de la calle con majestuosa lentitud, flanqueada por los prosternados fieles, ansiosos de colaborar con el Santo Oficio, cada uno con su sagrada biblia y su caja de fósforos de seguridad “Tres Patitos”, porque vieron tus ojos, amor, y todos saben que son una herejía verde (que es de las peores). Y así, hasta el juicio francamente sumario (debemos reconocerlo) y la anhelada condena a morir abrasados en el fuego de otra Santa Inquisición.


Después

Uno de esos días prolijos, en que amanece por la mañana leve brisa y algún exceso de trinos, celebratorios creo. Porque también creo que la naturaleza ama la rutina y festeja cuando logra concatenar una serie de reiteradas causas con una serie de consecuencias previsibles: amanece (por la mañana), leve brisa, trinos. Lástima uno.
Uno es capaz de ver en ese celebrado recomenzar, una repetida muerte. No comienza el día, termina la noche, lamenta uno, tan ávido de concatenar una serie de consecuencias con una serie de causas: amanece, preparo café, divago sobre trinos, la brisa agita la cortina como resultado de que la noche llegó a su fin. Así que no hay otra solución que hacer trampa.

En silencio, con los postigos cerrados, sigilosamente, vuelvo a deslizarme en la cama, no voy a poder evitar que gruñas una puteada onírica de gata entre las sábanas y  no voy a demorarme en enumerar todo lo que no voy a poder evitar mientras mando al carajo al amanecer con su brisa leve, sus pájaros, sus malditos trinos y el café, que en todo caso después, juntos.